Me fascinan las bailarinas. Su manera de caminar, de moverse, su ropa, sus zapatillas con cintas... Viendo como bailan resulta todo tan sencillo que parece mentira que pueda existir gente tan patosa como yo. La perfecta armonía, la capacidad de controlar los movimientos, la autoconciencia del cuerpo, el equilibrio interno que se refleja en el exterior... Para mí eran poco más que diosas del Olimpo cuando las veía con sus tutús vaporosos de color rosa, casi volando en el escenario.
En mi colegio, los niños hacían gimnasia y las niñas ballet. Así que una vez a la semana nos enfundábamos en un maillot y unas medias negras, nos calzábamos las zapatillas de media punta y, agarradas a la barra de madera nos dedicábamos a repetir constantemente algunos pasos de danza clásica. Yo era bastante pequeña entonces pero a pesar de todo siempre fui consciente de la evidente diferencia de trato entre dos categorías de alumnas: alguna niñas de la clase realizaban esta asignatura como actividad extraescolar con la misma profesora y, por supuesto, con un dispendio económico considerable que las demás no realizábamos, así que sólo ellas recibían atención durante el horario de clase. Injustamente, las niñas de ballet normal quedábamos relegadas a un segundo plano hasta el punto que no recuerdo ni una sola explicación sobre ningún ejercicio a lo largo de todos los años en que aquella profesora nos impartió la asignatura. Seguíamos la clase imitando lo que hacían las alumnas aventajadas de ballet especial, copiando sus perfectos movimientos como bobas. Las veíamos cambiarse en el vestuario separadas del resto de las "mortales", bromeando entre ellas, preciosas, con los mejores atuendos y las mejores sonrisas.
La profesora, creo recordar que se llamaba Carmen, se sentaba en una silla de madera en medio de la sala, sintiéndose por encima del bien y del mal, adulando descaradamente a las alumnas preferidas e ignorando al resto de la clase o mirándonos con el mismo desprecio con que se mira un gusano. Era tan desastrosa como profesora que nunca nos dio una sola explicación de cuál era el contenido de la asignatura, ni las partes en que se dividía la clase, ni cuál era la función de cada una de ellas. Eso sí, un día cuando ya éramos bastante mayorcita (diez u once años) decidió realizarnos un examen escrito en que debíamos detallar el nombre de todos y cada uno de los pasos que realizábamos y en el orden correcto de ejecución. Las de ballet especial, evidentemente, se negaron durante toda la semana a socorrer al resto de alumnas aunque les suplicamos que lo hicieran. El día en que teníamos que entregar el resultado la profesora fue leyendo en voz alta, delante de todas las demás, el desastroso resultado de cada una de nosotras y, por descontado, todas las alumnas de ballet especial obtuvieron una cualificación excelente frente a las demás, que no pasamos de un aprobado raspado en el mejor de los casos.
Todo este desastre pedagógico culminaba en algo más grande: una vez cada cuatro años la escuela organizaba un festival de final de curso donde todos los alumnos demostraban ante sus familiares todo lo que habían aprendido. Así que una vez cada cuatro años, durante aproximadamente seis meses, la profesora de ballet se dignaba a dirigirnos la palabra aunque sólo fuera para corregirnos en la ridícula coreografía que había ideado para la ocasión.
¿Ya he mencionado mis dificultades para el baile? ¿No? Pues ahora es el momento porque digamos que la naturaleza no me ha dotado de coordinación suficiente como para que la cabeza, los brazos y las piernas respondan acompasadamente. Y para rematarlo, toda la memoria prodigiosa que tengo para casi todo en esta vida se esfuma cuando se trata de recordar un conjunto de pasos de baile enlazados por una melodía.
De esta guisa, creo que no exagero si digo que era la alumna que más desesperaba a la profesora con mi incapacidad para aparecer con cierta dignidad ante los padres el día del espectáculo. Yo lo intentaba con todas mis fuerzas pero resultaba imposible que mi cuerpo y mi mente se sincronizaran para bailar. Pasaban las semanas y los meses con rapidez y los ensayos se convertían en verdaderos suplicios donde poco a poco me iba relegando de la mitad del escenario a una discreta última fila, donde se me viera lo menos posible.
Y el momento en que pasábamos al ensayo en el teatro donde se iba a representar el festival llegaba y yo me iba consumiendo por dentro. Porque a pesar de mi reconocida incapacidad genética para el baile, cuando llegaba el día del primer ensayo y nos pasábamos toda la mañana en el teatro, mirando las anteriores actuaciones del resto de compañeros y finalmente llegaba el momento mágico de aparecer entre bambalinas, yo me dejaba llevar por el olor de la humedad, por el polvillo que levantábamos con el movimiento y por el ruido de la madera del escenario crujiendo bajo nuestros pies y me sentía de pronto como aquellas maravillosas bailarinas de Degas, brillando bajo los focos por el esfuerzo y deseaba con todo mi ser que una fuerza superior me insuflara la capacidad de aprender a bailar. Nada de todo esto ocurría, claro, yo seguía tropezando con mis propios pies como si fuera un cachorrillo despistado y la emoción todavía me hacía sentir más frustrada.
El día decisivo, el del festival propiamente dicho, llegábamos medio disfrazadas al evento, y esperábamos ansiosas a que llegara nuestro turno detrás del escenario. A estas alturas de la situación yo ya tenía claro que no iba a ser mi mejor día e intentaba cubrir el expediente con la mayor dignidad posible. Cuando ya acabábamos conseguía relajarme en el patio de butacas, admirando en silencio el resto del espectáculo con las actuaciones estelares de las niñas de ballet especial, dando lo mejor de sí mismas para gloria y disfrute de la profesora Ella aparecía siempre al final del festival, azoradísima y acalorada, con una falsa modestia que todavía ahora me indigna hasta quemarme las entrañas, agradeciendo los aplausos y aceptando tímidamente un ramo de flores que le entregaban sus preferidas. Yo creo que en aquel momento se sentía poco menos que la Pavlova, sobrecogida por el calor de los padres que eran completamente ajenos a la crueldad de sus clases y la falta de profesionalidad de sus métodos pedagógicos y abandonaba el escenario entre lágrimas y agradecimientos. Curiosidades de la vida, a pesar de ella y de su incompetencia, me siguen encantando las bailarinas.
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