viernes, 27 de diciembre de 2013

LA RADIO DE MI INFANCIA

Los días no festivos de las vacaciones de Navidad eran algo así como islas de normalidad entre las jornadas de locura que suponen la Nochebuena, la Navidad o el Año Nuevo. Yo me despertaba con el sonsonete de la radio, que desde primera hora de la mañana acompañaba las tareas domésticas de mi abuela y de las de todas las vecinas que resonaban por el patio de luces a pesar de las ventanas y balcones cerrados.

En casa se escuchaba a un señor algo histriónico, que salía de los estereotipos del locutor al uso, que siempre parecían tan correctos, tan comedidos, tan serios... Este locutor era espontaneo, gritaba, cantaba, recitaba e interrumpía la música que él mismo escogía; hablaba con las señoras en el mercado, les regalaba cosas, y yo me quedaba obnubilada con aquella nueva manera de hacer radio y de tratar a la audiencia. Era el maravilloso Luis Arribas Castro, el "Don Pollo" que revolucionó en los años 70 a toda una generación de radioyentes que habían crecido junto a los discos dedicados, las novelas, el teatro radiofónico y las "Felicitación, felicitación, felicitaciones".

Mi abuela igual escuchaba a "Encarna de noche" de madrugada (ella le llamaba "Encarnita", como si la conociera de toda la vida), a Elena Francis por la tarde o a Arribas Castro por la mañana, pero tengo que reconocer que algunas veces, mientras me servía las sopas de café con leche del desayuno me confesaba, medio escandalizada medio divertida, que Arribas Castro le ponía algo nerviosa.

Fuera como fuese, aquella era la banda sonora de los días de vacaciones de mi infancia, cuando los días no eran festivos y una cierta rutina se adueñaba de las tareas de la casa, de los quehaceres habituales de mi abuela Isabel. Aquel delicioso loco de las ondas puso patas arriba el panorama radiofónico de miles de personas que no comprendían su día a día sin la calidez del transistor, un transistor que les contaba vidas tan cotidianas como las suyas desde otra realidad.
Me enganché a Arribas Castro y a sus excesos con devoción, y todavía ahora encuentro algún archivo sonoro por internet y se me ponen los pelos de punta al recordar los maravillosos momentos que viví junto a él.

¡Feliz día no festivo!

Fuente de la imagen: http://tonimascaroradio.files.wordpress.com




viernes, 29 de noviembre de 2013

LA PIRÁMIDE DE "CON OCHO BASTA"

Los viernes por la tarde también tienen una magia especial, a veces incluso superior a la del sábado, porque
el fin de semana está justo recién estrenado y todavía quedan por delante un montón de horas para disfrutar sin ir al colegio. En mi niñez, una de las señales de que el fin de semana se acercaba inexorable era mi serie preferida: "Con ocho basta".

Para una niña que hasta los siete años fue hija única estas ficciones con muchísimos hermanos eran lo más: tanto los Bradford en versión USA como la "Gran Familia" de Chencho en versión castiza eran para mí una especie de cielo infantil, donde unos se ayudaban a los otros, había hermanos mayores y menores que peleaban, compartían y dormían en literas maravillosas donde la vida era una fiesta eterna (eso pensaba yo, claro). Los ocho hijos de aquel señor periodista calvito y entrañable me enviaban a una casa grande, con todas las comodidades de la vida norteamericana media, y encima rodeados de hermanos adolescentes (que en aquella época me paracían adultos) que eran felices haciendo el desayuno del benjamín de la familia (Nicholas) o yendo todos juntos a la ciudad en un coche chulísimo que llamaban "la Rubia".

Si la serie de por sí ya tenía alicientes suficientes, sólo me faltó que en el primer episodio el hijo mayor lo protagonizara Mark Hamill, que me robó el corazón ya nada más aparecer en la pantalla, aunque fuera el único episodio en que apereciera para irse a cruzar las galaxias lejanas, encarnando a Luck Skywalker. Tengo que confesar que esperé en secreto que el muchacho se reincorporara en algún momento a la familia pero no sucedió nunca, así que otro de los personajes masculinos, Tommy, suplió bastante el vacío de Mark, y este se quedó hasta el final. Me gustaba mucho también, aunque por otros motivos, Elizabeth Bradford, con su melena lisa y su cara angelical. Yo creo que llegué a soñar con pertenecer a esa familia alguna vez, aquello era más de lo que podia desear.

No era yo la única encantada con los Bradford: en la carátula de la serie los protagonistas salían corriendo de casa para subirse unos sobre otros en una pirámide humana que construían en el jardín y durante años, los niños de mi edad nos obsesionamos por montar y desmontar esta figura en los parques con los amigos en la menor ocasión. Haced la prueba, preguntad a cualquiera que vivió los 80 si recuerda haberse ganado un golpe morrocotudo intentando construir la pirámide de "Con ocho basta". Veréis las caras de complicidad. Incluso recuerdo haber quedado más de un viernes con mi amiga Àngels para ver juntas a Tommy aunque ella ahora de mayor dice que no lo recuerda.

Por si fuera poco, nunca les agradeceré lo suficiente que me enseñaran que la capital de California fuera Sacramento (y no Los Ángeles, como sería de suponer), una ciudad anodina, que ha pasado sin pena ni gloria por la filmografía estadounidense excepto por esta pequeña joya televisiva. Deberían hacer un monumento a esta serie en la entrada a Sacramento por haber conseguido que la gente la ubicara en un mapa al menos durante la emisión de la serie.

En fin, que hoy estamos a viernes y me ha parecido bonito recordar otros viernes entrañables, cuando soñábamos con ser ocho o más en la familia.

¡Feliz fin de semana!

Fuente foto 1: http://blogs.elpais.com

miércoles, 27 de noviembre de 2013

¡YO QUIERO SER MARY POPPINS!

Cuando tenía siete años mi prima Nuria me llevó una tarde de verano a ver Mary Poppins al cine Galileo. Se trataba de un re-estreno, pero para mí era una novedad absoluta, era la primera vez que iba a conocer a una de mis heroinas infantiles. En la cola, llena de ansiedad por entrar, me compró una bolsa de patatas Matutano que llevaba un adhesivo de estos que, al moverlo, hacía que la imagen también cambiaba y que me tuvo ensimismada hasta que pudimos acceder a la sala.

Como he contado en otras ocasiones, el cine de mi infancia es cine de sesión continua, entrábamos a las 16 de la tarde y podíamos estar hasta que acababa el pase viendo sin parar las mismas películas sin que nadie nos dijera nada (aunque normalmente, el adulto que me acompañaba terminaba cansado de asistir a una especie de bucle filmográfico y te cogía de la manga para hacerte salir del ensimismamiento para decir que nos marchábamos, que aquella parte ya la habíamos visto dos veces, y que ni una más). Aquel día primero daban "La montaña embrujada", aquella película que hablaba de dos hermanos con cierto aire paranormal que recuerdan con frecuencia una montaña y un naufragio. La había visto ya un par de veces, y estaba deseando que apareciera la institutriz más divertida del mundo.

Me atrapó desde el primer momento: era una chica dulce, simpática, con cierto aire brujeril pero sin excederse, nadie podía sospechar que ordenara habitaciones a golpe de chasquido de dedos. Tenía una cara muy linda e incluso su vestimenta, de la época victoriana, era "chic", con aquel sombrero y aquel bolso imposibles. Cantaba precioso, conseguía ser amiga de todo el mundo, incluso de los deshollinadores, y cuando se trataba de salir a pasear era capaz de llevarte incluso a un paraje de dibujos animados. Julie Andrews me impactó muchísimo, (¿Cómo no iba a hacerlo?, me pregunto incluso hoy en día) porque era eficaz y dulce, responsable y divertida, guapa, respetable y encantadora. Tenía la dosis justa de todos los calificativos posibles para describir a una mujer perfecta, y yo me quedé prendada incondicionalmente.

Después de muchos tiempo, en el año 2004, compré el DVD conmemorativo de los 40 años de su estreno y he intentado sin éxito que mis dos hijos la vean conmigo. Me pasa un poco como con el libro de Pandora, que empezamos los tres juntos y acabo yo sola emocionada con los recuerdos de niñez mientras ellos me abandonan demostrándome, una vez más, que mi infancia es mi infancia y mis recuerdos no pueden ser los de mis hijos, porque ellos también tendrán tardes memorables para recordar cuando sean mayores.

De cualquier modo, me encantaría saber que Mary Poppins ha vuelto, como dicen por ahí.

Fuente de imagen 1: http://utopiasurrealista.blogspot.com.es
Fuente de imagen 2:  http://revistanoticiasinsolitas.wordpress.com







jueves, 14 de noviembre de 2013

MIS MUÑECAS RECORTABLES

Ayer estuve enferma. Nada grave, seguramente un virus de estos que van y vienen con los niños del colegio. Pero volví del trabajo y me eché en la cama sin intención de quedarme dormida (craso error, porque como era de suponer, me quedé dormida y he estado 12 horas ininterrumpidas en brazos de Morfeo); la cuestión es que justo antes de quedarme dormida, en ese pequeño lapso de tiempo en que no estás ni despierta ni dormida del todo y los mecanismos de control ceden, siempre se cuela una parte de mí muy pequeña, muy infantil, y los recuerdos se me agolpan en esa especie de duermevela que me hace sentir que vuelvo a tener 6 o 7 años. Y me hizo recordar algo muy bonito: mi pasión por las muñecas recortables.

Al lado de mi casa teníamos una papelería, que primero regentaba la señora Neus y poco después un tal Pedro. Cuando conseguía reunir alguna moneda me iba a buscar muñecas recortables (mi prima Dori, de quien ya he hablado en otras entradas, les llamaba "mariquitinas" -dulcísimo-) más contenta que unas Pascuas. No recuerdo demasiado a la primera dueña de la librería, a pesar de que estuvo bastante tiempo, pero a Pedro lo tengo muy presente porque era un chico cuando le conocí y ahora está a punto de jubilarse en otra librería del barrio. Tal como me veía entrar sacaba un cuaderno gigante donde tenía para escoger las muñecas recortables, e iba arrancando las hojas que escogía. Yo tardaba bastante tiempo en decidirme porque tenía muchos elementos en qué fijarme: quería muñecas que tuvieran formas proporcionadas (hubo una época en que las muñecas eran cabezudas, completamente deformes, irreales); no me gustaban las que estaban de perfil, porque dificultaba compartir vestidos con otras muñecas que ya tenía; me gustaba que tuvieran muchos vestidos para el día a día, algún abriguito y era ideal cuando encontraba que llevaban bolso o sombrero; y si encima había un traje para disfrazar que llegara hasta los pies, tipo princesa o dama de la corte ya no tenía que buscar más. Yo iba pasando las páginas arriba y abajo primero descartando, y finalmente me quedaba cuatro o cinco candidatas que iba eligiendo con mucho cuidado. Al final, Pedro me enrollaba las hojas que había escogido y yo salía de la librería corriendo para llegar a casa y empezar a recortar.


Me encantaba ir primero separando los diferentes vestidos y la silueta de la muñeca para después cortar más detalladamente cada uno de los elementos. Mientras usaba las tijeras con destreza iba pensando qué nombre iba a ponerle. Para mí era decisivo este detalle porque había muñecas que, por mucho que me gustara el nombre no podían llamarse de una manera determinada sencillamente porque no les pegaba. Había tenido Verónicas, Virginias, Patricias, Deborahs, Jessicas y Esmeraldas, y nunca me olvidaba de qué nombre le había puesto a cada una precisamente porque personalizaba completamente este detalle con cada muñeca: además de que me gustara el nombre, ella tenía que tener cara de llamarse así.

Una vez lo tenía todo recortado, le persentaba al resto de sus compañeras, hermanas y/o conocidas del mundo del papel "couché", y me dedicaba a repartir los vestidos en función de cuáles de ellos podían compartir. Si contamos que estoy hablando de posiblemente, más de 40 o 50 muñecas que llegué a tener, la tarea se complicaba tanto que al final las guardaba agrupadas por tamaños y posturas similares para, cuando volviera a jugar con ellas, las pudiera ubicar facilmente.

El rato de juego en sí, fuera de la organización, era corto y casi siempre consistía en vestirlas y desvestirlas para una ocasión imaginaria de manera casi compulsiva, hasta que al final me cansaba, lo volvía a meter todo en aquella vieja bolsa ajada por el uso (y que ahora tantas veces maldigo haber tirado a la basura) hasta la siguiente ocasión en que una moneda caía entre mis manos y me iba a ver a Pedro y a su gigante bloc de muñecas recortables.

Fuente de la imagen 1: http://www.gabitogrupos.com
Fuente de la imagen 2: http://www.todocoleccion.net

miércoles, 6 de noviembre de 2013

BARBAPAPÁ

Hace bastantes días que no me animo a escribir nada. Quizá es porque no acabo de encontrarme del todo a mí misma, como si estuviera buscando una nueva forma de ser yo. Sé que suena complicado y no acostumbro a expresar mis emociones aquí pero, qué narices, alguna vez tiene que ser la primera.

Me siento un poco como los Barbapapá, aquella fantástica familia de bichos peludos e indescriptibles que tomaban formas diferentes en función de las necesidades y que nos amenizó muchas tardes de los años 80. A lo mejor se trata de eso, de intentar adaptarse más a lo que nos va trayendo la vida, en lugar de mantenernos imperturbables en lo que somos y sentimos.

En fin, os dejo con ellos...


sábado, 21 de septiembre de 2013

FESTA MAJOR DE LA MERCÈ A BARCELONA

Estamos en plena fiesta mayor de Barcelona, coincidiendo con la Mare de Déu de la Mercè, pero conviene no olvidar que la antigua patrona de Barcelona era santa Eulàlia, y cuando por estas fechas llueve (que acostumbra a llover), la tradición de la ciudad es decir que son las lágrimas de Santa Eulàlia por haberle quitado el orgullo de ser la patrona de la ciudad.

La verdad es que la hagiografía de la pobre Eulalia es digna de ocupar cualquier programa de TeleCinco donde se hable de torturas, miserias y bajezas humanas, pero parece ser que ser recomendada directa de San Pedro Nolasco, San Ramón de Penyafort y Jaume el Conqueridor abre muchas puertas, incluidas las del patronato de las ciudades, y al final fue Mercedes quien se llevó el gato al agua.

La cuestión es que lo que ahora se ha convertido en una fiesta "progre" donde el Ayuntamiento aprovecha para traer las actuaciones más "in" del panorama artístico, en la época de mi infancia, los años 70, la fiesta mayor de la ciudad se limitaba a una cabalgata que transitaba por la Avenida María Cristina en Montjuic y que para mí era todo un acontecimiento, comparable incluso, a la cabalgata de Reyes en Navidad.

Recuerdo sobre todo que teníamos que desplazarnos a Montjuic muy pronto, sobre las 16h, para pasar allí unas horas angustiosas, que se hacen eternas a los niños y, de rebote, a los mayores, por la insistencia de los pequeños en preguntar cuánto falta. Al final, después de horas de espera, la señal de inicio la daba la peste a boñiga de caballo que desprendía la Guardia Urbana de Barcelona, ataviada con su uniforme de gala y sus cascos de penacho blanco, conjuntados con la casaca roja con acabados dorados. A los caballos, claro está, les daba lo mismo si era la Mercè o Santa Perpètua de la Moguda, e iban soltando lastre a su paso para asombro de los más pequeños y disgusto de los mayores. Todo quedaba impregnado rápidamente del aroma dulzón que desprende el excremento de las caballerías, pero era la señal de inicio de la fiesta que llevaba horas esperando. Después llegaban los gigantes, los cabezudos, las carrozas, las orquestas, trompetas y tambores,... todo junto en una magia de vestidos antiguos, de un ritmo alegre y pegadizo que nos contagiaba a todos en algo parecido a una locura colectiva que culminaba en la traca final, nunca mejor dicho, de los fuegos artificiales.  En aquel momento mi padre me subía sobre sus hombros y yo veía tan cerca las chispas y las luces que me asustaba muchísimo y le pedía que me bajara para seguir disfrutando del espectáculo cogida de su manita, en un lugar seguro y tranquilo.


Después, poco a poco, los fuegos artificiales se iban espaciando hasta que todo volvía a quedar en silencio y me volvía para preguntar a mi padre cuánto faltaba para la cabalgata de Reyes.

Feliç festa major, barcelonins i barcelonines!

Fuente de imagen 1: http://www.putxinelli.cat
Fuente de imagen 2: http://www.bcn.cat
Fuente de imagen 3: http://aglapertu.blogspot.com.es

sábado, 14 de septiembre de 2013

TODO LO QUE APRENDÍ CON LOS LIBROS DE LOS CINCO

Hoy hemos celebrado el cumpleaños de mi sobrina Lola. Es una niña adorable, muy sensible y algo tímida, que me parece que va a dar mucho que hablar a toda la familia cuando empiece a mostrar todo lo que lleva dentro. No puedo evitar que me recuerde un poco a mí cuando tenía su edad, en concreto nueve años que cumplió anteayer.

He ido a comprarle un regalo, preferentemente para leer, porque dice que quiere ser escritora de cuentos. Me ha parecido que ya era buen momento para iniciarla en una colección que a mí me sirvió como trampolín para otras muchísimas lecturas cuando fui algo más mayor. Ya la he mencionado en otras ocasiones: se trata de "Los cinco". Han reeditado todos los títulos y ahora su aspecto es más actual (a mí me gusta más el de mi época, claro) y le he comprado un par de títulos para que se inicie y me cuente si le han gustado.

Al tenerlos en la mano he recordado aquellos dibujos que yo repasaba constantemente para hacerme una idea de como eran físicamente mis personajes (Julián, George, Dick, Ana y Tim). Me viene a la cabeza, sobre todo, la portada de "Los cinco lo pasan estupendo" porque fue una de mis primeras adquisiciones, y lo manoseé tanto que, al final, el lomo se despegó de las tapas. Me gustaba tanto que lo intenté solucionar pegando unas etiquetas blancas de las de los sobres y dibujando sobre ellas de nuevo con rotulador la falda de Ana y los pantalones de Dick. Me quedó tan bonito que durante mucho tiempo dije que de mayor quería ser restauradora de libros.



Pero vuelvo al presente. Le he dado el regalo a mi sobrina Lola. Cuando ha abierto el paquete, lo primero que le ha llamado la atención han sido los bolígrafos y la libreta que he añadido al lote (si va a empezar a escribir cuentos tendrá que contar con buen material, he pensado) pero al tener los libros en las manos me ha mirado con curiosidad. Mi hermano le había hablado ya de mi afición por estas historias cuando era pequeña, pero me ha encantado resumirle un poco qué contaban las aventuras de estos primos que se encontraban cada vez que las vacaciones escolares se lo permitían, siempre inseparables de su perro Tim.

Me he puesto a pensar en la cantidad de cosas que aprendí con estos cinco muchachos que creó Enid Blyton el siglo pasado... ¡Y son muchas!


  • Descubrí que no todas las chicas están contentas con ser chicas. 
  • Aprendí que en algunos países se come algo más que bocadillos o galletas para desayunar (¿Cómo podían comer tantas cosas para desayunar estos muchachos?)
  • Descubrí que no todo el pan es de trigo, alguno es de jengibre.
  • Descubrí que Gran Bretaña debe estar completamente agujereada por dentro, repleta de pasadizos secretos que sólo los cinco conocían.
  • Aprendí que se puede ser dueña de una isla mucho antes de que Jonnhy Deep le comprara una a Vanessa Paradis.
  • Aprendí lo que significa la palabra "páramo".
  • Aprendí que Dick es diminutivo de Richard.
  • Descubrí que los padres de Gran Bretaña son muy liberales en esto de dejar que sus hijos se vayan de vacaciones solos, siempre que el mayor de ellos se llame Julián y sea serio y de fiar.
  • Aprendí que se puede querer tanto a un animal como a una persona, y que a veces forman parte de la familia como si fueran humanos.
  • Descubrí que algunos científicos tienen las narices tan metidas en su propio mundo que a menudo se olvidan de que tienen hijos.


Aprendí, en definitiva, que nos hacemos mayores con los libros, que los libros nos acompañan siempre en ese camino que es la vida y que no nos abandonan nunca, aunque crezcamos y a veces nos sintamos completamente diferentes del niño que un día fuimos. Ojalá Lola pase momentos tan maravillosos con los cinco como los que yo pasé y le sirvan de recuerdo cuando sea la adulta maravillosa que seguro que será.

Fuente de la imagen 1: http://www.lavirgendelcamino.info/wordpress
Fuente de la imagen 2: http://nuestroslibrospreferidos.blogspot.com.es

viernes, 9 de agosto de 2013

AQUEL VERANO DE "GUILLERMO EL TRAVIESO"

Aunque todos los veranos cuando llegaban las vacaciones nos íbamos a pasar unos días al sur, a casa de mis tíos, hubo un año en que mis padres decidieron que nos quedábamos algo más cerca. Después de dar muchas vueltas sobre diferentes opciones, acabaron optando por un apartamento en Coma-Ruga. Se trataba de un piso pequeñito que unos vecinos alquilaban aquel agosto porque no podían disfrutarlo, así que estaba completamente equipado para que una familia como la nuestra pasara unos días de descanso.

Las mañanas las pasábamos en la playa, disfrutando del sol, de la arena (que me encantaba) y de mi hermano, que en aquella época tenía solo dos añitos y yo era feliz sólo con hacerle de "madre". Le acompañaba al agua, le montaba castillos, le daba de comer y le defendía ante mi madre como si ella le quisiera algún mal. Había un chico que cada mañana pasaba hasta tres y cuatro veces andando por la orilla ante nosotros. Lo recuerdo porque su aspecto era muy peculiar en aquella época: llevaba el pelo completamente rapado  y vestía un bañador de pierna bastante larga y estampado con palmeras; si tenemos en cuenta que estoy hablando de finales de los años 70, está claro que este chico hubiera causado sensación casi una década después pero en aquella época llamaba poderosamente la atención. Cada día mis padres hacían suposiciones sobre qué hacía aquel chico caminando todas la mañanas, incansable, sin más objetivo que llegar hasta el final de la playa para dar la vuelta y volver a empezar.

Después de comer, durante la siesta, empezaba mi pequeño suplicio: mientras los demás dormían yo me aburría soberanamente; seguramente si hubiera sido más sociable, algo menos tímida, hubiera intentado entablar amistad con los niños que había en el apartamento de encima, o con cualquiera que hubiera conocido en la playa durante la mañana. Pero yo era incapaz de iniciar una conversación con alguien que no conocía previamente y me tenía que contentar con la compañía de mis padres y mi hermano. En aquellos momentos me venía a la memoria el chico de la playa, al que me sentía secretamente conectada porque también estaba solo, alejado de los que yo imaginaba debían estar a su lado (sus padres, su pareja, sus amigos...).

Como decía, la hora de la siesta era mi peor momento del día. Así que una de esas tardes empecé a deambular por el apartamento hasta que encontré un pequeño montoncito de libros de literatura juvenil. Había algunos que ya conocía (de "Los Cinco", por ejemplo) pero encontré tres o cuatro de una colección que nunca había escuchado. La tapa era de color rojo y en la ilustración había un niño pecoso con gorra que enseguida me cayó bien. Y así fue como conocí a "Guillermo el Travieso" y su banda de los proscritos. Devoré sus aventuras en unas cuantas tardes y me encantó aquel muchacho gamberrete pero muy honesto que defendía a los débiles. Fue durante unos días mi mejor amigo de verano, en aquella época en que yo era incapaz de establecer relaciones reales con personas de carne y hueso y me refugiaba en los personajes de novelas juveniles.

Volvimos a casa, a la rutina de septiembre, y durante muchos días seguí recordando a aquel niño pelirrojo pero curiosamente nunca más he vuelto a leer ningún libro de esta colección. En los ochenta vi la serie que emitió Televisión Española basada en sus novelas pero no he querido ser "infiel" a aquel amor de verano que fue Guillermo Brown.




Fuente imagen 1: http://www.ikosinmobiliaria.com
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lunes, 29 de julio de 2013

VLADIMIR SALNIKOV Y LAS OLIMPIADAS DE MOSCÚ

Toda la falta de interés que siempre he demostrado por practicar algún deporte contrasta con mi absoluta devoción por los eventos deportivos como expectadora. No creo que me compense en salud, pero sí tengo que decir que con algunos espectáculos he vivido momentos memorables, y todavía ahora recuerdo con emoción alguno de ellos.

También es verdad que los deportes que más me gustan no son, ni mucho menos, los más mayoritarios por lo que respecta a la audiencia, porque soy fan incondicional de la natación, la gimnasia deportiva, el ciclismo y el atletismo. Así pues, me he "tragado" yo solita olimpiadas a horas intempestivas, mundiales de atletismo y natación en pleno mes de julio y agosto y las tres grandes rondas ciclistas por excelencia mientras el resto de los mortales dormitan ante el televisor.

En esto de las olimpiadas, la primeras que recuerdo son las de Moscú, en 1980. El mayor evento deportivo que se vive cada cuatro años se vió en esta ocasión muy afectado por el boicot que los Estados Unidos infringieron a la política soviética justo cuando se iniciaba la década en que teníamos que ver como caía el Muro de Berlín. Me fascinaron los enfrentamientos entre Sebastian Coe y Steve Ovett, los dos corredores británicos más importantes de los últimos años. También me encantó la prueba de salto de altura, en que Sara Simeoni consiguió el oro olímpico, aunque mi recuerdo más especial fue cuando superó la mítica barrera de los 2,00m en Los Ángeles 2004.

Pero sin duda, mi momento histórico por excelencia en las Olimpiadas de Moscú lo protagonizó Vladimir Salnikov, el "expreso de Leningrado". El 22 de julio de 1980 fue el primer nadador que rompió la barrera de los 15 minutos en la prueba de 1500m. A pesar de que fue una prueba claramente dominada por este deportista de principio a fin, creo que fue el cuarto de hora más largo de mi vida, mientras le empujaba mentalmente para que batiera el récord mundial y se colgara la medalla de oro. El momento en que levantó los brazos al llegar a la meta fue uno de los momentos más memorables de la historia del deporte, y me recuerdo a mí misma pensando que tenía mucha suerte porque cuando fuera mayor podría explicar que  había vivido en directo aquella hazaña. Escuché el himno de la URSS en el podio como si fuera el mío propio, con el corazón encogido de emoción y felicidad a partes iguales.



Aquel Osito Misha de aquellas Olimpiadas que empezaban algo "descafeinadas" por la falta de asistencia de los deportistas representando a los Estados Unidos fueron para mí el principio a una de las aficiones que más satisfacciones me han proporcionado. Todavía ahora cuando veo por televisión estas pruebas intento transmitir esa emoción a mis hijos, porque pocas cosas enriquecen tanto como los valores de deportividad, esfuerzo y constancia.

Os dejo con la canción de  la mascota de aquellas lejanas olimpiadas.



Fuente de imagen 1: http://www.dailymail.co.uk
Fuente de imagen 2:http://keikai.blogspot.com.es

domingo, 28 de julio de 2013

NO HUYAS DEL SOL, USA COPPERTONE

Aunque todavía guardamos viejas reminiscencias de otras épocas en que ser el más moreno de la oficina era el mayor símbolo de estatus que podíamos adquirir, ahora la mayoría de la gente está concienciada de los problemas que nos puede provocar el exceso de sol, y por eso utilizamos cremas que nos protejan de los rayos ultravioletas. Las noticias sobre el paulatino deterioro de la capa de ozono y los avances en investigación han contribuido a encontrar cada vez menos gente con la piel apergaminada por culpa de la sobrexposición al sol. Aunque viviendo en Barcelona siempre me encuentro en verano con algún turista despistado que minusvaloró al astro rey y pensó que no le haría falta una segunda capa de protector solar, ya no se estila aquel color chocolate en las pieles (sobre todo femeninas) tan habituales en los años 70 y 80.

Recuerdo perfectamente a mi madre embadurnada en cualquier potingue que se ponía de moda cada año y que prometía adquirir aquel tono tan ansiado en el cuerpo y en la cara. Recuerdo el olor de coco del aceite de Nivea, aquel aroma dulzón que me transporta inmediatamente a la playa de la Barceloneta, en aquella botella color marrón oscuro, cuyo contenido parecía que iba a freír literalmente la piel de quien se untaba con ella; también había una botella de plástico semitransparente con un sol amarillo pintado en el frente y un tapón también amarillo. Por la forma del envase, a mí me parecía más una botella de aceite de las que usaba mi madre para engrasar la máquina de coser que un producto cosmético. Este olía a limón, su textura un poco menos untuosa que el anterior, pero mi madre parecía igualmente una pieza de rebozado dispuesta para la fritura.

Directamente relacionado con el verano y la playa debo hacer un paréntesis para hablar de los balones de Nivea: ¿Quién no ha corrido desesperadamente por la orilla en busca de uno de los cientos de balones que soltaba una avioneta cerca del agua? Me parece una de las campañas más fabulosas de la historia, todos recordamos esas maravillosas pelotas publicitarias con las que después pasábamos horas y horas jugando mientras le regalábamos a cambio visibilidad a la marca.




Volviendo al tema que nos ocupa, en los ochenta la textura cambió y pasamos a las gelatinas, primero de zanahoria (de color naranja) y después al té (de color marrón), las dos de Margaret Astor. Los más afortunados económicamente se pasaron a la crema Lancaster, que conseguía resultados maravillosos en la piel y garantizaba que ibas a ser la envidia de los que se cruzaran a tu paso el lunes por la mañana al contemplar el bronceado caribeño que te proporcionaba.

Pero como niña que era, yo recuerdo sobre todo la publicidad de estas cremas y bronceadores. La que más me gustaba era la de Coppertone, un producto norteamericano que empezó a hablar de protección. Recuerdo un año en que el anuncio fue una especie de coreografía con varias chicas estupendas, de piernas larguísimas y muy bronceadas protegidas con sendas sombrillas de color amarillo (el color más favorecedor cuando se está moreno) que bailaban al son de una música que nos animaba a broncearnos sin peligro gracias al producto. Sinceramente, a mí me fascinaba. No he conseguido encontrarlo en la red pero todavía tengo en mi cabeza la letra del spot:

"Cuando el sol calienta
y sientes su calor
Coppertone contigo está
para atrapar el sol
Te bronceas a fondo,
no huyas del sol
Usa Coppertone"


Seguramente Coppertone y sus publicistas no imaginan que aún ahora, treinta años después, su anuncio, su melodía y su historia, siguen siendo mi representación perfecta del verano. Supongo que esta es la mayor satisfacción que puede darse a un publicista, que alguien recuerde muchos años después su anuncio y su producto y ambos sigan encarnando lo que quería transmitir: el espíritu del verano.

Fuente de la imagen 1: http://articulo.mercadolibre.com.ar
Fuente de la imagen 2: http://celliterra.blogspot.com.es
Fuente de la imagen: http://good-barackobama.blogspot.de

jueves, 25 de julio de 2013

MI VECINA MACARENA

Las puertas cerradas siempre tienen algo de fascinantes. Los vecinos tienen casas idénticas pero pensadas de manera completamente diferente y cuando vemos la distribución de los muebles, las habitaciones, la forma en que otros han entendido su propia vida a partir del mismo espacio sentimos una especie de curiosidad, como un cierto vértico bajo los pies. A mí personalmente me apasiona curiosear por la ventana cuando voy en coche o en autobús, indagando en los balcones de las casas que se cruzan en mi recorrido, no para averiguar lo que están haciendo, sino para observar cómo tienen organizadas las estancias, las luces... Me encanta imaginarme a mí misma dentro de ese mundo particular y prohibido, como cuando era pequeña y me quedaba horas embobada imaginando que me hacía diminuta, como en el cuento de Killevipen, y me quedaba a vivir en la casa de muñecas.

En tamaño real, me encantaba también entrar en casa de los vecinos de la puerta de al lado. Macarena era una enfermera andaluza que vivía con su pareja (¡Escandaloso, me parece que no estaban casados pero convivían!) en el bajos 1ª de la puerta contingua de la de mis padres. Recuerdo que al entrar en su casa era fascinante el olor a bombones, a chocolate, como si en aquel ambiente uno pudiera estar todo el día saboreando dulzura y chucherías. Ya se sabe que cada casa tiene un olor diferente y especial que se va perfilando a partir de los aromas de los cuerpos, de los alimentos que se cocinan, de cómo circula el aire por las habitaciones y de tantos otros elementos que son capaces de generar algo tan particular e irrepetible como el aroma de una familia.

Macarena guardaba los bombones en una caja preciosa de vidrio transparente que parecía digna de un cuento de hadas. Cada día, al llevar un rato sentada en el sofá del comedor, se me acercaba con la cajade bombones ofreciéndome para que cogiera uno. Yo, que nunca fui niña de dulces, ni helados, ni chucherías, accedía a coger uno de aquellos preciosos bombones y me lo comía con cierta devoción, como si estuviera tomando una poción mágica que pudiera tener quién sabe qué efectos sobre mi organismo. No me hubiera extrañado en absoluto que me hubieran hecho empequeñecer o agrandarme como si fuera Alicia cuando perseguía al conejo. De hecho, la única galleta que me comía del surtido Cuétara era la que me recordaba a la galleta mágica que tenía una etiqueta donde decía "Cómeme" en mi cuento preferido, el bocadito de chocolate.



Volviendo al tema, cuando yo me comía el bombón mi madre torcía el gesto: no lograba comprender por qué en casa tenía que acabar tirando los caramelos y chucherías y en cambio cada día me comía un bombón en casa de la vecina. Macarena sonreía, estaba encantada de que yo fuera a su casa y me sintiera tan a gusto, tan cómoda. Podía pasar largos ratos allí tocando los objetos, mirando a través de la puerta que daba a la terraza sólo por el hecho de que ofreciera diferente perspectiva que la mía. Incluso a veces espiaba un poco mi propia casa desde la casa de los vecinos, separada en esta parte por una pared de ladrillos con agujeritos pequeños a través de los cuales, si te acercabas mucho, podías ver lo que hacían al otro lado.

Un día Macarena y su pareja se fueron y se llevaron consigo aquel maravilloso olor a chocolate que tanto me gustaba. Desde entonces, han pasado por aquella casa más de quince inquilinos y siempre que he tenido ocasión he entrado para ver si recuperaba aquel aroma familiar y entrañable. Pero Macarena se lo llevó encerrado en su caja transparente y nunca más he vuelto a olerlo.Aún ahora, cuando me como un bombón muy de vez en cuando, recuerdo a la vecina y sonrío un poco sin que nadie me vea...

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viernes, 28 de junio de 2013

NEGRO SOBRE BLANCO

Una tarde de invierno, mientras mi padre repasaba el periódico bajo la luz de la lámpara más "kitsch" que he visto en mi vida, yo hacía los deberes en la mesa de centro cuando de pronto me asaltó una duda: entre las palabras con las que estaba trabajando había una que no entendía y cuando le pregunté a mi padre me respondió que utilizara el diccionario.

Como casi todas las familias de este país en los años setenta teníamos dos diccionarios de uso habitual (otra cosa eran las enciclopedias, en mi casa numerosísimas, que mis padres atesoraban como si fuera la herencia más importante que pudieran legarnos a mí primero y a mi hermano después): Iter Sopena (vale la pena tener un Sopena, como rezaba la portada) y Rancés, algo menos manejable pero también más completo. Cogí el Rancés, lo recuerdo perfectamente por el color marrón de sus tapas duras, y me puse a buscar la palabra no sin cierta dificultad puesto que todavía no dominaba ni el abecedario ni el método de búsqueda del diccionario. Encontré la palabra en cuestión, no consigo recordar cuál era, pero sí la maravillosa sensación de magia que sentí al darme cuenta de que podía leer el texto mentalmente sin que tuviera que pronunciarlo. Aquel "insight" era un descubrimiento fascinante porque hasta entonces cada vez que leía algo lo hacía en voz alta. Cuando mi abuela, harta de escucharme contar al viento los mismos cuentos y las mismas historias me decía "Lee para ti", yo no atinaba a comprender qué quería que hiciera, si ya leía para mí (y para quien quisiera escucharme). Pasé el resto de la tarde-noche contándole a mis padres que podía "leer pensando" sin necesidad de decir la palabra en voz alta porque estaba convencida de que aquel don sólo lo tenía yo, y si lo compartía con los demás seguro que aquel descubrimiento les cambiaba la vida también a ellos.




Lo cierto es que aquel nuevo sistema de lectura me permitía interiorizar mucho mejor lo que se posaba ante mis ojos, podía ir muchísimo más rápido leyendo y entender mucho mejor el significado de las frases. Fue algo decisivo, creo que aquel día me convertí en lectora empedernida para siempre porque comprendí el significado de aquel acto como algo que podía transportarme a lugares maravillosos, a situaciones que no tenía por qué vivir en la vida real para sentirlas mías. Hasta aquel momento no había captado la grandeza del acto de leer pero aquel día comprendí de una vez por todas que lo nuestro (lo mío con las letras escritas) iba a ser algo más que una bonita amistad.

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martes, 25 de junio de 2013

A VUELTAS CON LA FAUNA

En casa de mis padres hay una bonita terraza, como ya he contado en otras entradas en este mismo blog, lo que provocó que yo aprendiera a convivir desde muy pequeña con alguna fauna no demasiado habitual en un piso de ciudad: recuerdo que nos frecuentaban unos gusanos negros y brillantes que cuando se pisaban crujían con un sonido espeluznante y que soltaban un líquido amarillo que olía repulsivo (he descubierto que se llaman milpiés negro y me parece igual de repugnante en fotografía que cuando los sufría en directo durante mi infancia). También había lagartijas, tijeretas y muchas hormigas. A estas últimas me encantaba mirarlas desplazándose en procesión cuando nos dejábamos algún resto de comida en el suelo y ellas se encargaban de hacerlo desaparecer en poco tiempo en su escondrijo. Mi abuela, que nunca tuvo un espíritu muy animalista, salía a menudo pertrechada con el "matabichos" y acababa en pocos minutos con toda la colonia.

Aquella masacre acababa siempre en un drama porque yo me compadecía de los pobres animales, de sus madres que quedaban solas en casa esperando a que llegaran sus hijas moribundas (siempre he tenido una capacidad tremenda para imaginar tragedias, podría haber sido guionista de culebrones sin duda) y mi abuela acababa siempre la discusión con su practicidad de campo "A ver si vamos a dejar que se nos coman las hormigas porque a ti te den pena". Evidentemente, tenía parte de razón pero a mí me seguían encogiendo el corazón aquellos cadáveres esparcidos por el suelo de la terraza.

Claro está, hablamos de unos bichos muy pequeños, propios de una casa situada en una ciudad como Barcelona, que viven completamente adaptados a las rendijas pequeñas de los alféizares, a armarios de cocina y otros espacios diminutos. Pero casi a las afueras de Barcelona, en el extremo donde la ciudad se diluye por la Diagonal, hay un parque rosaleda llamado Jardines de Cervantes (casi enfrente del desaparecido Canódromo Diagonal). Algunos domingos era destino de nuestros paseos matutinos y mis padres me llevaban a ver flores y oxigenarnos un poco. De ida, casi siempre nos desplazábamos en metro hasta la Zona Universitaria y de vuelta, dado con que no había mucho camino hasta casa, volvíamos caminando. Precisamente en uno de estos retornos a pie me di cuenta que las hormigas de la terraza de mi casa no eran nada comparadas con los especímenes más campestres de aquella zona de la ciudad. Cuando pude comprobar que la cabeza de una de aquellas hormigas era más o menos de la misma medida que mi uña por poco me desmayo. Empecé a imaginar cientos de ellas subiendo por mis piernas hasta llegar a mi cara, mis brazos,... entrando por mi ropa y mis zapatos y empecé a sentir un pánico irrefrenable. No quería seguir compartiendo espacio con semejantes monstruos, quería volver al asfalto, a la comodidad del metro, del autobús, donde ningún bicho desagradable podía atentar contra mi integridad física. Pero mis padres eran (y son todavía) personas de costumbres y si siempre volvíamos andando a casa aquel día no iba a ser diferente por la manía de la niña. Así que me pasé todo el camino hasta llegar a casa yendo de puntillas para evitar que las hormigas subieran por mis piernas (si hubiera visto ya entonces "Cuando ruge la marabunta" hubiera sabido que aquello no servía de nada, pero por suerte no era así) mientras mis padres me querían obligar a que apoyara los pies por completo en el suelo. Fue un viaje memorable y al día siguiente aún más porque la sobrecarga muscular del camino hecho de puntillas me hizo padecer unas agujetas de campeonato.



Al llegar a casa volví a mirar de nuevo a mis amigas las hormigas urbanitas dejaron de parecerme tiernas y adorables. No me dio por realizar ningún holocausto pero nunca más derramé una sola lágrima cuando mi abuela salía a la terraza con el antihormigas en la mano. Hay experiencias que a una le marcan para siempre, y entre las mariposas de los gusanos de seda, las hormigas y gusanos creo que quedé más que servida para no volver a querer tener contacto con algunos especímenes que nos rodean. Cada uno en su casa, y Raid en la de todos.

Fuente de imagen 1: http://barcelonatour.es
Fuente de imagen 2: http://diariodeunhormiguero.blogspot.com.es

viernes, 31 de mayo de 2013

BUFFALO BILL NOS VINO A VISITAR

Me encanta valorar algunas cosas con el paso de los años; nuestros hábitos, costumbres, principios y valores han dado un giro tan radical en tan poco tiempo que algunas cosas que antes nos parecían impensables ahora se vuelven cotidianas y algunas cosas que antes nos parecían de lo más natural ahora nos provocan un rechazo y asombro importante.

Revolviendo entre este todo el entramado de recuerdos que tengo en mi cabeza (que empiezo a sospechar que padece un ligero Síndrome de Diógenes porque parece que no quiera deshacerse de nada), me he dado de bruces con uno de esos recuerdos hoy día casi increibles. Hace mucho, mucho tiempo, un maravilloso día de marzo, nos hicieron salir al patio de nuestro querido colegio porque teníamos una visita muy especial. Hacía un frío considerable pero estaba despejado y el sol daba de pleno en aquel escenario tan habitual para nosotros en el tiempo de descanso entre clases. De pie, junto a una de las vallas de madera vimos un hombre mayor, ataviado con las ropas que sólo habíamos visto en las películas del lejano oeste de los sábados por la tarde: un traje de color marrón con flecos en los brazos y en la pechera y un sombrero de auténtico "cowboy" de las praderas. Llevaba un bigote y una barba canos recortados al estilo vaquero y mantenía entre los dientes un puro encendido que le enviaba humo a los ojos, lo que provocaba que los entornara constantemente, dándole un aspecto aún más auténtico si cabe. En su mano derecha llevaba enrollado un látigo de cuero también marrón, y en el suelo pudimos adivinar una cuerda gruesa y otros materiales típicos de los rodeos americanos.

El hombre esperó a que la profesora nos distribuyera ordenadamente alrededor del patio, pegados a la pared para no molestar la demostración que estábamos a punto de presenciar, pero no podíamos dejar de mirarle con curiosidad mientras ocupábamos nuestro lugar. Una vez todos ubicados, empezó a hablar con una voz densa, cargada de historias interesantes. Arrastraba un poco las palabras para dar más importancia a lo que contaba pero realmente no hacía falta porque nos había atrapado desde el primer momento. Nos habló de las lejanas praderas del Oeste, de los indios, de su gran amigo Toro Sentado, y de la cantidad de búfalos que había llegado a matar en algunas gloriosas jornadas de cacería. En un momento nos enseñó cómo había atrapado a cientos de animales con el lazo, o como el látigo era capaz de arrancarle de la boca un cigarrillo a uno de los niños presentes. Cuando el látigo espetó en el aire contuvimos la respiración onnubilados, muertos de miedo por si a nuestro compañero le pasaba algo, igual que cuando lanzó un cuchillo contra una madera para demostrarnos su destreza cortando en dos mitades un pedazo de fruta.

Recordamos aquella visita durante muchísimo tiempo, y saboreamos los detalles de su atuendo, de sus historias, del olor de su tabaco hasta el año siguiente, cuando nos anunciaron (esta vez no fue una sorpresa) que Buffalo Bill había tenido el detalle de volver a visitarnos. La segunda, claro está, no tuvo el impacto de la primera: éramos un poco más mayores y ya no nos cautivó con la novedad de algo que nunca habíamos visto hasta entonces. También estoy segura de que en este desapego influyó que le comenté a mis padres que nos había venido a visitar tan insigne personaje y mi padre me aclaró que eso era imposible, que el verdadero Bufallo Bill había muerto hacía muchos años y que aquél debía ser un actor que se ganaba la vida emulando sus historias. Claro, un golpe con la realidad tan brusco como este no hay mito que pueda resistirlo, así que ya no disfrute tanto del espectáculo.

Algunos años después descubrí que el verdadero y mítico Buffalo Bill estuvo en Barcelona en la Navidad de 1889 dando una gira por toda Europa presentando su espectáculo. Me hubiera encantado verlo aunque me parezca deplorable la salvaje matanza que realizaron con los búfalos y el trato execrable que se dió a los indios americanos, los verdaderos indígenas del continente. La visita fue tan sonada que incluso se ha escrito un libro al respecto que cuenta una historia relacionada con el evento. Se llama el "Revólver de Buffalo Bill" y es de Jordi Solé.

Nunca más volvimos a ver al "impostor" después de su segunda visita. Quizá se marchó de nuevo con su amigo Toro Sentado a disfrutar de los atardeceres de las verdes praderas.


Fuente imagen 1: http://www.allempires.com
Fuente imagen 2: http://www.experienciasnn.com

lunes, 20 de mayo de 2013

LAS TIENDAS DE POLLITOS

No hace tantos años, era habitual encontrar tiendas donde se vendían pollitos para criar en casa. Cerca de mi barrio, por poner un ejemplo, había una tienda donde, por la compra de una docena de huevos te regalaban un pollito, y a ver qué madre tenía suficiente valor para decirle a su niño o niña que no se llevaba al simpático animalito cuando ya se lo habían ofrecido y ya había visto lo monísimo que era. También había una tienda en Hostafrancs donde sólamente vendían pollitos, y todos los niños y niñas del barrio teníamos parada obligada en la susodicha tienda para pegar nuestras narices en el cristal, empapándonos de aquel olor cálido y algo ácido que desprendían los pobrecillos animales hacinados en dos aparadores de cristal, iluminados por una diminuta bombilla amarillenta que debía intentar reproducir las condiciones del pollito antes de salir del huevo. Hoy en día nadie imagina tener animales en estas condiciones, pero tampoco nadie imagina tener a cuarenta niños en una clase aguantando el humo del profesor que fumaba Ducados y sin embargo esas eran las condiciones habituales de la escolarización en España en los años 70 y 80.

Cada vez que pasaba por aquella casa lanzaba a mi madre una mirada suplicante, pero ella no cedía ni un ápice. Sin embargo, un día mi abuella llegó con un pollito,  creo que fruto de alguna compra en una de estas tiendas de comentaba antes. El pobre bichejo pasó directamente a la galería de mi casa (suerte teníamos que había una galería), que mi madre se encargó de alfombrar debidamente con papeles de periódico por todas partes. De nada sirvieron sus precauciones porque el pollito iba haciendo sus necesidades por todas partes y las iba repartiendo con las patitas por toda la terraza para su desesperación. Al principio yo estaba encantada, porque tener un animalito me parecía lo más, pero una vez me di cuenta que nuestras interacciones no iban a ser de mi agrado, después que me intentara picar un par de veces, dejé de sentir cariño hacia él, y él siguió ignorándome excepto cuando me acercaba más de lo necesario.

Lo malo fue que el pollo fue creciendo, como es natural, hasta que un día a vuelta de la escuela el plumífero animal ya no estaba con nosotros. La versión oficial, que creí hasta muy mayor, fue que mi abuela se lo había regalado a una señora, pero con los años descubrí que la señora se llamaba Parca y la guadaña la empuñaba mi "yaya" Isabel. Ella era una mujer de pueblo que había pasado la guerra, y con estas dos premisas está claro que no tenía el concepto de respeto a la vida que tiene actualmente el PACMA, por decir algo. Lo que sí espero es que, aunque no tuviéramos una relación muy fluida, no me lo sirvieran como plato en alguno de nuestros menús habituales. Claro que si dependía de una señora tan pragmática como mi abuela, me temo lo peor.

Fuente de la imagen: http://nomadas.abc.es

sábado, 18 de mayo de 2013

LA PROGRAMACIÓN DEL SÁBADO POR LA TARDE

Cuando sólo teníamos una televisión y su programación nos condicionaba todas nuestras actividades, en mi casa se aprovechaba la sobremesa del sábado, justo después de la serie de dibujos animados, para ir a comprar a "El Corte Inglés" (no sé qué devoción se tenía en mi casa con estos grandes almacenes pero era así) para aprovechar que la gente estaba viendo la película de vaqueros y no te encontrabas a nadie en la calle, a pesar de que la película era antigua y la habían dado seguro que un montón de veces.

De vuelta a casa merendábamos en el sofá, en compañía de mis primos que siempre venían a pasar la tarde de los sábados a mi casa, mientras los "Payasos de la tele" hacían de las suyas para desesperación de Gaby, que siempre acababa perdonando a los otros tres a pesar de sus travesuras. Alguna vez, incluso, coincidió que cantaron la canción de "Feliz en tu día" siendo mi cumpleaños y yo me emocioné convencida de que me la dedicaban exclusivamente a mí.
Verdaderamente, era una programación para quedarse enganchado al sofá, porque después empezaba "El Show de la Pantera Rosa", con su silencio elegante y aquellos títulos tan sugerentes y glamourosos, ella con aquel caminar casi etéreo, con los ojos amarillos entornados y siempre con una actitud tan estóica ante la vida. Si no fuera porque aquella tarde la Pantera Rosa competía con otras grandes producciones hubiera dicho que era mi preferida. Pero para desgracia de ella, después empezaban "Los ángeles de Charlie", tres muchachitas reclutadas por un personaje que nunca vimos que eran nuestras heroinas por muchísimas razones: para empezar ¿Se podía ser más guapa que Jill, Kelly o Sabrina? ¿Qué se echaban en el pelo aquellos bellezones? ¿Qué hacían para ser tan perfectamente guapas? Y encima eran competentes, resolvían casos y no necesitaban a ningún hombre que las protegiera... Después de años y años de series donde los hombres eran los únicos resolutivos que se enfrentaban a los malos, aparecieron aquellas tres chicas que partían los corazones al mismo tiempo que demostraban que eran perfectamente capaces de valerse por sí mismas (un poco al estilo de la princesa Leia pero sin ensaimadas en la cabeza).

Para terminar con la programación de tarde del sábado, nos quedaba "Vacaciones en el mar", un poco ñoña, es cierto, con un guión que se repetía hasta la saciedad pero que en aquella época resultaba entretenido: unos cuantos personajes iniciaban un viaje en el "Love Boat" intentando solucionar sus problemas matrimoniales pero cuando llegaban a Puerto Bayarta (¿Quién no quería ir a Puerto Bayarta entonces?) ya estaban irreconciliablemente peleados. Sin embargo, alguna situación, casi siempre provocada por la tripulación del crucero, hacía que volvieran a solucionar sus problemas, esta vez para siempre, y volvieran a su casa encantados de un viaje maravilloso que les había hecho reencontrarse como pareja. Dulcísimo, teatral, irreal, es cierto, pero nuestras almas cándidas disfrutaban muchísimo con el capitan Merril Stubing, la pizpireta Julie o el sobrecago Smith. Igual que pasaba con "La Casa de la Pradera", era una serie que sólo tenía cabida entre una audiencia que venía de años y años de castidad y censura, y que acogía con los brazos abiertos cualquier programa en que apareciera algo de lujo, modernidad o valores familiares y tradicionales.

Cuando acababa esta serie mis tíos y primos se marchaban a su casa y yo aún tardaba un ratito en volver a la realidad, como si una parte de todos los personajes que habían salido en la televisión se hubieran quedado conmigo algo más de lo que duraba el programa. Volvía a ver la maravillosa melena de Farrah Fawcet, a imaginar playas maravillosas con aguas cristalinas y barcos llenos de lujo donde sólo por subir a bordo desaparecían todos los problemas... En fin, os dejo con la fantástica canción de la carátula de la Pantera Rosa, en un derroche de modernidad con el montaje que mezclaba dibujos y personales reales. ¡Para que luego digan que esto se inventó con Roger Rabbit!



Fuente de la imagen 1: http://www.rtve.es
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sábado, 11 de mayo de 2013

TORMENTA EN LA PLAYA

Hacía un sol que presagiaba tormenta. Todo el día de aquel domingo había estado anunciando que acabaría lloviendo a pesar de que no quisimos darnos cuenta. El calor pesado, pegajoso como un chicle hacía que las moscas volaran pertinaces alrededor nuestro, incordiándonos con su presencia, posándose sobre nuestros cuerpos cada vez que el bochorno nos obligaba a quedarnos quietos para no padecer tanto calor.

Después de comer en la tienda de campaña de mis tíos me acerqué a la parcela de al lado, donde una cuadrilla de niños se hacinaban en una mesa excesivamente pequeña para todos, aunque no parecía que la falta de espacio les preocupara lo más mínimo. Al contrario, parecía que la única que se sentía algo incómoda ante aquel gentío era yo, hija única en aquel entonces y acostumbrada a no tener que negociar con nadie ni espacios ni sentimientos. Mucho más cómoda, es cierto, pero mucho más triste. Xavier, uno de los hermanos mayores, me ofreció una tajada de sandía y mi timidez me obligó a rechazarla casi automáticamente. Sólo cuando aquel muchacho que a mí me parecía un adulto pero no debía llegar a los once años me volvió a blandir la tajada de sandía y me hizo sitio en la mesa casi milagrosamente conseguí sonreír y responder tímidamente con un inaudible "gracias".

Mordisqueaba la fruta con avidez y con cierto regocijo sólo de imaginar la cara que pondría mi madre si me viera con los brazos chorreando del jugo de la sandía en lugar de comerla en el plato con cubiertos como ella me había enseñado. El resto de mis compañeros de postre disfrutaban también de su pedazo de fruta ajenos a mis pensamientos relacionados con la autoridad paterna. De pronto, a uno  de ellos se le ocurrió ir a la playa a bañarnos para aliviar el calor. Recogimos un poco los restos, los mayores pasaron un trapo mojado por la mesa que quedó más sucia todavía y nos fuimos a pedir permiso a los mayores que, atontados por la temperatura y la cercanía de la siesta, accedieron sin oponer resistencia.

De camino a la playa se turnaban para protegerme y cuidarme, ellos eran muchos y estaban acostumbrados a cuidarse mutuamente, pero yo era la invitada así que todos se pusieron de acuerdo sin palabras para atenderme. A mí me encantaba aquella sensación de ser la niña mimada de todos y tener una parte de la atención de cada uno de ellos.

Cuando hubo que subir y bajar la duna para llegar al agua estuve a punto de perder mi preciada zapatilla amarilla, la que tanto me había costado conseguir aquel verano después de tanto invierno de zapatos ortopédicos. Se quedó medio enterrada en la arena, pero conseguimos recuperarla después de mucho escarbar entre todos para no tener que volver a casa con un pie descalzo. Cuando lo encontré estaba exultante porque había conseguido subir y bajar aquella pequeña colina a pesar de que no era demasiado buena con los desniveles.

Al llegar a la orilla nos despojamos de la poca ropa que llevábamos encima y corrimos hacia el agua como posesos, chapoteando encantados de quitarnos de encima aquella pegajosa sensación. Cuando aún no llevábamos ni diez minutos bañándonos el cielo se cerró de pronto y comenzó a llover con aquella intensidad propia de finales de verano, cuando agosto parece anunciar que se acaba lo bueno y en pocos días tendremos que volver a la rutina. Mi primera intención fue salir del agua inmediatamente (de hecho es lo que hubieran hecho mis padres de haber estado allí conmigo) pero cuando lo propuse el resto de mis compañeros me miraron sorprendidos: ¿Qué problema había con que lloviera?¿Acaso no estábamos ya completamente mojados?¿Por qué teníamos que salir del agua?Evidentemente, no tenía ninguna intención de volver sola así que decidí quedarme y disfrutar del momento. Las enormes gotas caían cada vez con más insistencia, golpeando nuestros cuerpos con fuerza y el contraste del agua caliente del mar con el agua fría de la lluvia resultaba algo inquietante, igual que el color que había ido adquiriendo el mar, como si hubiera perdido toda la amabilidad. Sin embargo, estaba contenta de compartir aquel espacio de libertad con ellos, que dejarme llevar por la fuerza de la naturaleza en estado puro.

La playa se había quedado desierta, todos los bañistas que un rato antes abarrotaban la playa se habían marchado corriendo dejándonos solos, pero la lluvia aunque intensa se fue casi con la misma brusquedad con que había llegado, dejando paso a un nuevo día espléndido. Fuimos saliendo del agua y nos tumbamos en la arena directamente sin la comodidad de una toalla que nadie había recordado traer. Poco a poco aquella sensación de alborozo generalizado que había provocado minutos antes la lluvia fue decayendo y de nuevo Xavier adquirió protagonismo tomando la decisión de marchar, como corresponde a un hermano mayor. Entre algunas protestas de los más pequeños nos fuimos vistiendo y nos pusimos en camino. Cuando llevábamos sólo unos pasos noté la calidez de una mano que tomaba la mía con cariño y me sentí feliz.

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miércoles, 1 de mayo de 2013

VAMOS A LA CAMA

Todo el mundo recuerda con cariño cómo la Familia Telerín nos enviaba a dormir durante los años 60. Se ha quedado grabado en el imaginario colectivo tanto la canción como las imágenes de aquellos tiernos pequeñines que se cogían de la mano y arrastraban un osito de peluche para que los más menudos de la casa dejáramos de incordiar a la familia. Visto desde ahora, no dejaba de ser un favor importante el que hacía en aquella época Televisión Española con plena vocación de servicio público, pues facilitaba la tarea a los padres en uno de los momentos del día de mayor conflicto familiar, cuando los niños se rebelan con mayor vehemencia a los mandatos de los adultos.



Muchos años después apareció un personaje mucho más irreverente pero también más divertido que cantaba el grupo Siniestro Total y que supo establecer una total complicidad con todos los públicos de todas las edades: Casimiro era una especie de monstruo peludo que se quitaba los calcetines sin quitarse los zapatos, que a mí siempre me recordó muchísimo al Capitán Cavernícola, y que dió un paso más en la orientación al servicio público, porque no sólo nos enviaba a la cama a una hora razonable, sino que nos instaba a lavarnos los dientes antes de acostarnos.



Pero ¿Qué pasa con los personajes que cumplían el mismo cometido en los años 70? ¿Cómo es que nadie recuerda a los Televicentes? Quizá no estuvieron tanto tiempo en antena o quizá los personajes no "pegaron" tan fuerte como sus antecesores y predecesor, pero nadie recuerda a Don Pepino, el cantante trasnochado con su canotier, que se enfrentaba a un loro descarado con boina que revoloteaba por el escenario. También en esta entrega había una familia que cantaba una melodía y acababa bostezando en la litera mientras nos daban las buenas noches, y mi hermano, que era casi un bebé en aquella época se quedaba ensimismado ante la pantalla cada tarde-noche. Algo debe pasar con estos protagonistas para que hayan quedado relegados al olvido, porque ni siquiera él, que los adoraba, los recuerda ahora de mayor.

¿Quién sabe? Tal vez Don Pepino fue a parar al mismo sitio donde van a parar todos los personajes, películas, cuentos. canciones e historias que sólo yo recuerdo y que a veces me hacen pensar que debo ser de otro mundo. Menos mal que existe internet y otras persona que recuerdan las mismas extravagancias que yo y velan por mi salud mental. ¡Benditas "w"!



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domingo, 28 de abril de 2013

EL PRIMER DÍA DE PLAYA

Con la llegada del 1 de mayo, era bastante habitual que fuéramos por primera vez a la playa. Aunque cuando el calor era asfixiante nos íbamos a Castelldefels o a Sitges, los primeros y tímidos rayos de sol los recibíamos en la playa de la Barceloneta, por si el día no arrancaba todo lo caluroso que podríamos esperar y teníamos que volver a casa antes de tiempo.

Para mí el primer día de playa era como el primer día de ponerme manga corta, todo un acontecimiento: si mis padres tenían la mala suerte de que me enterara con antelación de sus planes, el día en cuestión me despertaba prontísimo, completamente desvelada desde primeras horas de la mañana por la ilusión y los nervios de volver a ver el mar. Había una especie de ritual en aquella mañana festiva, porque mi madre tenía que bajar la ropa de baño del altillo de mi casa, con el peligro de que no encontráramos todos los bañadores, o que alguno de nosotros no cupiera en la ropa del año anterior. La bolsa de la playa era de color marron, con unas asas muy "retro", que contenía dentro las toallas de playa, los bañadores de toda la familia y un neceser de color rojo intenso que albergaba un bronceador que olía a limón, que mi madre adoraba porque le ayudaba a coger aquel moreno intenso que todo el mundo ansiaba sin ningún miedo al cáncer de piel en los años setenta. Ese olor intenso a limón es el primer recuerdo olfactivo de mis jornadas playeras, pero no el único, ni mucho menos.

Cuando por fin todos estábamos ataviados con el traje de baño del año anterior, nos encaminábamos a la parada del autobús, concretamente el 59 en el barrio de Les Corts, que en aquella época tenía justo al lado una vaquería o un establecimiento en que había animales estabulados, y el olor de estos bichos se me iba metiendo por las narices hasta que llegaba el conductor con el transporte en cuestión. Yo me ponía pesadísima tanto durante la espera como durante el trayecto, porque ambos eran largos y pesados y ya se sabe que cuando uno es niño la paciencia no es su mejor aliado. El recorrido estaba repleto de paradas, donde recogíamos a gente de lo más variopinta que subía con sombrillas, neveras, niños, abuelas, bolsas... porque la playa de la Barceloneta siempre fue la playa donde íbamos los trabajadores, los que no podíamos ir a otras playas más pudientes o con mejores accesos. Así que el personal que nos acompañaba durante el camino era verdaderamente curioso.

En aquella época, la ciudad de Barcelona estaba de espaldas al mar, tal y como se
encargaron de recordarnos incansablemente durante las mejoras con motivo de los Juegos Olímpicos, así que no veíamos la playa hasta casi tenerla justo enfrente de las narices. Sólo al final, cuando empezaba a leer en los edificios que pasábamos "Tinglado nº 3" o "Tinglado nº 4" me daba cuenta de que ya estábamos llegando, porque esos eran los edificios del final del paseo Nacional que nos tapaban la vista hacia la playa y que desaparecieron con la Barcelona Olímpica.

Al bajar del autobús, aún los quedaba un largo periplo a lo largo del paseo marítimo, porque mis padres no querían nunca quedarse en la primera zona, la que estaba más cercana a la parada del autobús, por razones obvias de hacinamiento, pero a mí, que me moría de ganas de llegar, me daba lo mismo la gente y las aglomeraciones, yo quería llegar a la arena, quitarme la ropa y meterme en el agua. Así que allí empezaba una especie de batalla paterno-filial, porque el paseo marítimo estaba repleto de accesos por escalerillas hasta la arena, y yo ya empezaba desde el primer acceso a preguntar si era aquella la escalera por la que podíamos bajar y mi padre me iba dando negativas hasta casi el último acceso, con el consecuente mosqueo por mi parte. Cuando al fin llegábamos y bajábamos las escaleras del último o penúltimo acceso el tercer olor característico de la mañana me invadía las fosas nasales: aquel aroma ácido de la humedad del mar, junto con la poca salubridad de los vestuarios que quedaban debajo del acceso al paseo era la última señal olfativa que nos confirmaba de que habíamos llegado definitivamente a nuestro destino. En cuanto pisaba la arena me descalzaba y echaba a correr todo el tramo hasta llegar al agua, metía los piececillos en ella para comprobar la temperatura y volvía corriendo a mis padres para informarles que siempre, inexorablemente, estaba muy fría. En aquel momento quedaba inaugurada la temporada de playa y me sentía completamente feliz.


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domingo, 21 de abril de 2013

COMO BRILLAN LAS BAILARINAS

Me fascinan las bailarinas. Su manera de caminar, de moverse, su ropa, sus zapatillas con cintas... Viendo como bailan resulta todo tan sencillo que parece mentira que pueda existir gente tan patosa como yo. La perfecta armonía, la capacidad de controlar los movimientos, la autoconciencia del cuerpo, el equilibrio interno que se refleja en el exterior... Para mí eran poco más que diosas del Olimpo cuando las veía con sus tutús vaporosos de color rosa, casi volando en el escenario.

En mi colegio, los niños hacían gimnasia y las niñas ballet. Así que una vez a la semana nos enfundábamos en un maillot y unas medias negras, nos calzábamos las zapatillas de media punta y, agarradas a la barra de madera nos dedicábamos a repetir constantemente algunos pasos de danza clásica. Yo era bastante pequeña entonces pero a pesar de todo siempre fui consciente de  la evidente diferencia de trato entre dos categorías de alumnas: alguna niñas de la clase realizaban esta asignatura como actividad extraescolar con la misma profesora y, por supuesto, con un dispendio económico considerable que las demás no realizábamos, así que sólo ellas recibían atención durante el horario de clase. Injustamente, las niñas de ballet normal quedábamos relegadas a un segundo plano hasta el punto que no recuerdo ni una sola explicación sobre ningún ejercicio a lo largo de todos los años en que aquella profesora nos impartió la asignatura. Seguíamos la clase imitando lo que hacían las alumnas aventajadas de ballet especial, copiando sus perfectos movimientos como bobas. Las veíamos cambiarse en el vestuario separadas del resto de las "mortales", bromeando entre ellas, preciosas, con los mejores atuendos y las mejores sonrisas.

La profesora, creo recordar que se llamaba Carmen, se sentaba en una silla de madera en medio de la sala, sintiéndose por encima del bien y del mal, adulando descaradamente a las alumnas preferidas e ignorando al resto de la clase o mirándonos con el mismo desprecio con que se mira un gusano. Era tan desastrosa como profesora que nunca nos dio una sola explicación de cuál era el contenido de la asignatura, ni las partes en que se dividía la clase, ni cuál era la función de cada una de ellas. Eso sí, un día cuando ya éramos bastante mayorcita (diez u once años) decidió realizarnos un examen escrito en que debíamos detallar el nombre de todos y cada uno de los pasos que realizábamos y en el orden correcto de ejecución. Las de ballet especial, evidentemente, se negaron durante toda la semana a socorrer al resto de alumnas aunque les suplicamos que lo hicieran. El día en que teníamos que entregar el resultado la profesora fue leyendo en voz alta, delante de todas las demás, el desastroso resultado de cada una de nosotras y, por descontado, todas las alumnas de ballet especial obtuvieron una cualificación excelente frente a las demás, que no pasamos de un aprobado raspado en el mejor de los casos.

Todo este desastre pedagógico culminaba en algo más grande: una vez cada cuatro años la escuela organizaba un festival de final de curso donde todos los alumnos demostraban ante sus familiares todo lo que habían aprendido. Así que una vez cada cuatro años, durante aproximadamente seis meses, la profesora de ballet se dignaba a dirigirnos la palabra aunque sólo fuera para corregirnos en la ridícula coreografía que había ideado para la ocasión.

¿Ya he mencionado mis dificultades para el baile? ¿No? Pues ahora es el momento porque digamos que la naturaleza no me ha dotado de coordinación suficiente como para que la cabeza, los brazos y las piernas respondan acompasadamente. Y para rematarlo, toda la memoria prodigiosa que tengo para casi todo en esta vida se esfuma cuando se trata de recordar un conjunto de pasos de baile enlazados por una melodía.

De esta guisa, creo que no exagero si digo que era la alumna que más desesperaba a la profesora con mi incapacidad para aparecer con cierta dignidad ante los padres el día del espectáculo. Yo lo intentaba con todas mis fuerzas pero resultaba imposible que mi cuerpo y mi mente se sincronizaran para bailar. Pasaban las semanas y los meses con rapidez y los ensayos se convertían en verdaderos suplicios donde poco a poco me iba relegando de la mitad del escenario a una discreta última fila, donde se me viera lo menos posible.

Y el momento en que pasábamos al ensayo en el teatro donde se iba a representar el festival llegaba y yo me iba consumiendo por dentro. Porque a pesar de mi reconocida incapacidad genética para el baile, cuando llegaba el día del primer ensayo y nos pasábamos toda la mañana en el teatro, mirando las anteriores actuaciones del resto de compañeros y finalmente llegaba el momento mágico de aparecer entre bambalinas, yo me dejaba llevar por el olor de la humedad, por el polvillo que levantábamos con el movimiento y por el ruido de la madera del escenario crujiendo bajo nuestros pies y me sentía de pronto como aquellas maravillosas bailarinas de Degas, brillando bajo los focos por el esfuerzo y deseaba con todo mi ser que una fuerza superior me insuflara la capacidad de aprender a bailar. Nada de todo esto ocurría, claro, yo seguía tropezando con mis propios pies como si fuera un cachorrillo despistado y la emoción todavía me hacía sentir más frustrada.




El día decisivo, el del festival propiamente dicho, llegábamos medio disfrazadas al evento, y esperábamos ansiosas a que llegara nuestro turno detrás del escenario. A estas alturas de la situación yo ya tenía claro que no iba a ser mi mejor día e intentaba cubrir el expediente con la mayor dignidad posible. Cuando ya acabábamos conseguía relajarme en el patio de butacas, admirando en silencio el resto del espectáculo con las actuaciones estelares de las niñas de ballet especial, dando lo mejor de sí mismas para gloria y disfrute de la profesora Ella aparecía siempre al final del festival, azoradísima y acalorada, con una falsa modestia que todavía ahora me indigna hasta quemarme las entrañas, agradeciendo los aplausos y aceptando tímidamente un ramo de flores que le entregaban sus preferidas. Yo creo que en aquel momento se sentía poco menos que la Pavlova, sobrecogida por el calor de los padres que eran completamente ajenos a la crueldad de sus clases y la falta de profesionalidad de sus métodos pedagógicos y abandonaba el escenario entre lágrimas y agradecimientos. Curiosidades de la vida, a pesar de ella y de su incompetencia, me siguen encantando las bailarinas.

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