Ayer estuve enferma. Nada grave, seguramente un virus de estos que van y vienen con los niños del colegio. Pero volví del trabajo y me eché en la cama sin intención de quedarme dormida (craso error, porque como era de suponer, me quedé dormida y he estado 12 horas ininterrumpidas en brazos de Morfeo); la cuestión es que justo antes de quedarme dormida, en ese pequeño lapso de tiempo en que no estás ni despierta ni dormida del todo y los mecanismos de control ceden, siempre se cuela una parte de mí muy pequeña, muy infantil, y los recuerdos se me agolpan en esa especie de duermevela que me hace sentir que vuelvo a tener 6 o 7 años. Y me hizo recordar algo muy bonito: mi pasión por las muñecas recortables.
Al lado de mi casa teníamos una papelería, que primero regentaba la señora Neus y poco después un tal Pedro. Cuando conseguía reunir alguna moneda me iba a buscar muñecas recortables (mi prima Dori, de quien ya he hablado en otras entradas, les llamaba "mariquitinas" -dulcísimo-) más contenta que unas Pascuas. No recuerdo demasiado a la primera dueña de la librería, a pesar de que estuvo bastante tiempo, pero a Pedro lo tengo muy presente porque era un chico cuando le conocí y ahora está a punto de jubilarse en otra librería del barrio. Tal como me veía entrar sacaba un cuaderno gigante donde tenía para escoger las muñecas recortables, e iba arrancando las hojas que escogía. Yo tardaba bastante tiempo en decidirme porque tenía muchos elementos en qué fijarme: quería muñecas que tuvieran formas proporcionadas (hubo una época en que las muñecas eran cabezudas, completamente deformes, irreales); no me gustaban las que estaban de perfil, porque dificultaba compartir vestidos con otras muñecas que ya tenía; me gustaba que tuvieran muchos vestidos para el día a día, algún abriguito y era ideal cuando encontraba que llevaban bolso o sombrero; y si encima había un traje para disfrazar que llegara hasta los pies, tipo princesa o dama de la corte ya no tenía que buscar más. Yo iba pasando las páginas arriba y abajo primero descartando, y finalmente me quedaba cuatro o cinco candidatas que iba eligiendo con mucho cuidado. Al final, Pedro me enrollaba las hojas que había escogido y yo salía de la librería corriendo para llegar a casa y empezar a recortar.
Me encantaba ir primero separando los diferentes vestidos y la silueta de la muñeca para después cortar más detalladamente cada uno de los elementos. Mientras usaba las tijeras con destreza iba pensando qué nombre iba a ponerle. Para mí era decisivo este detalle porque había muñecas que, por mucho que me gustara el nombre no podían llamarse de una manera determinada sencillamente porque no les pegaba. Había tenido Verónicas, Virginias, Patricias, Deborahs, Jessicas y Esmeraldas, y nunca me olvidaba de qué nombre le había puesto a cada una precisamente porque personalizaba completamente este detalle con cada muñeca: además de que me gustara el nombre, ella tenía que tener cara de llamarse así.
Una vez lo tenía todo recortado, le persentaba al resto de sus compañeras, hermanas y/o conocidas del mundo del papel "couché", y me dedicaba a repartir los vestidos en función de cuáles de ellos podían compartir. Si contamos que estoy hablando de posiblemente, más de 40 o 50 muñecas que llegué a tener, la tarea se complicaba tanto que al final las guardaba agrupadas por tamaños y posturas similares para, cuando volviera a jugar con ellas, las pudiera ubicar facilmente.
El rato de juego en sí, fuera de la organización, era corto y casi siempre consistía en vestirlas y desvestirlas para una ocasión imaginaria de manera casi compulsiva, hasta que al final me cansaba, lo volvía a meter todo en aquella vieja bolsa ajada por el uso (y que ahora tantas veces maldigo haber tirado a la basura) hasta la siguiente ocasión en que una moneda caía entre mis manos y me iba a ver a Pedro y a su gigante bloc de muñecas recortables.
Fuente de la imagen 1: http://www.gabitogrupos.com
Fuente de la imagen 2: http://www.todocoleccion.net
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