Las puertas cerradas siempre tienen algo de fascinantes. Los vecinos tienen casas idénticas pero pensadas de manera completamente diferente y cuando vemos la distribución de los muebles, las habitaciones, la forma en que otros han entendido su propia vida a partir del mismo espacio sentimos una especie de curiosidad, como un cierto vértico bajo los pies. A mí personalmente me apasiona curiosear por la ventana cuando voy en coche o en autobús, indagando en los balcones de las casas que se cruzan en mi recorrido, no para averiguar lo que están haciendo, sino para observar cómo tienen organizadas las estancias, las luces... Me encanta imaginarme a mí misma dentro de ese mundo particular y prohibido, como cuando era pequeña y me quedaba horas embobada imaginando que me hacía diminuta, como en el cuento de Killevipen, y me quedaba a vivir en la casa de muñecas.
En tamaño real, me encantaba también entrar en casa de los vecinos de la puerta de al lado. Macarena era una enfermera andaluza que vivía con su pareja (¡Escandaloso, me parece que no estaban casados pero convivían!) en el bajos 1ª de la puerta contingua de la de mis padres. Recuerdo que al entrar en su casa era fascinante el olor a bombones, a chocolate, como si en aquel ambiente uno pudiera estar todo el día saboreando dulzura y chucherías. Ya se sabe que cada casa tiene un olor diferente y especial que se va perfilando a partir de los aromas de los cuerpos, de los alimentos que se cocinan, de cómo circula el aire por las habitaciones y de tantos otros elementos que son capaces de generar algo tan particular e irrepetible como el aroma de una familia.
Macarena guardaba los bombones en una caja preciosa de vidrio transparente que parecía digna de un cuento de hadas. Cada día, al llevar un rato sentada en el sofá del comedor, se me acercaba con la cajade bombones ofreciéndome para que cogiera uno. Yo, que nunca fui niña de dulces, ni helados, ni chucherías, accedía a coger uno de aquellos preciosos bombones y me lo comía con cierta devoción, como si estuviera tomando una poción mágica que pudiera tener quién sabe qué efectos sobre mi organismo. No me hubiera extrañado en absoluto que me hubieran hecho empequeñecer o agrandarme como si fuera Alicia cuando perseguía al conejo. De hecho, la única galleta que me comía del surtido Cuétara era la que me recordaba a la galleta mágica que tenía una etiqueta donde decía "Cómeme" en mi cuento preferido, el bocadito de chocolate.
Volviendo al tema, cuando yo me comía el bombón mi madre torcía el gesto: no lograba comprender por qué en casa tenía que acabar tirando los caramelos y chucherías y en cambio cada día me comía un bombón en casa de la vecina. Macarena sonreía, estaba encantada de que yo fuera a su casa y me sintiera tan a gusto, tan cómoda. Podía pasar largos ratos allí tocando los objetos, mirando a través de la puerta que daba a la terraza sólo por el hecho de que ofreciera diferente perspectiva que la mía. Incluso a veces espiaba un poco mi propia casa desde la casa de los vecinos, separada en esta parte por una pared de ladrillos con agujeritos pequeños a través de los cuales, si te acercabas mucho, podías ver lo que hacían al otro lado.
Un día Macarena y su pareja se fueron y se llevaron consigo aquel maravilloso olor a chocolate que tanto me gustaba. Desde entonces, han pasado por aquella casa más de quince inquilinos y siempre que he tenido ocasión he entrado para ver si recuperaba aquel aroma familiar y entrañable. Pero Macarena se lo llevó encerrado en su caja transparente y nunca más he vuelto a olerlo.Aún ahora, cuando me como un bombón muy de vez en cuando, recuerdo a la vecina y sonrío un poco sin que nadie me vea...
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