No hace tantos años, era habitual encontrar tiendas donde se vendían pollitos para criar en casa. Cerca de mi barrio, por poner un ejemplo, había una tienda donde, por la compra de una docena de huevos te regalaban un pollito, y a ver qué madre tenía suficiente valor para decirle a su niño o niña que no se llevaba al simpático animalito cuando ya se lo habían ofrecido y ya había visto lo monísimo que era. También había una tienda en Hostafrancs donde sólamente vendían pollitos, y todos los niños y niñas del barrio teníamos parada obligada en la susodicha tienda para pegar nuestras narices en el cristal, empapándonos de aquel olor cálido y algo ácido que desprendían los pobrecillos animales hacinados en dos aparadores de cristal, iluminados por una diminuta bombilla amarillenta que debía intentar reproducir las condiciones del pollito antes de salir del huevo. Hoy en día nadie imagina tener animales en estas condiciones, pero tampoco nadie imagina tener a cuarenta niños en una clase aguantando el humo del profesor que fumaba Ducados y sin embargo esas eran las condiciones habituales de la escolarización en España en los años 70 y 80.
Cada vez que pasaba por aquella casa lanzaba a mi madre una mirada suplicante, pero ella no cedía ni un ápice. Sin embargo, un día mi abuella llegó con un pollito, creo que fruto de alguna compra en una de estas tiendas de comentaba antes. El pobre bichejo pasó directamente a la galería de mi casa (suerte teníamos que había una galería), que mi madre se encargó de alfombrar debidamente con papeles de periódico por todas partes. De nada sirvieron sus precauciones porque el pollito iba haciendo sus necesidades por todas partes y las iba repartiendo con las patitas por toda la terraza para su desesperación. Al principio yo estaba encantada, porque tener un animalito me parecía lo más, pero una vez me di cuenta que nuestras interacciones no iban a ser de mi agrado, después que me intentara picar un par de veces, dejé de sentir cariño hacia él, y él siguió ignorándome excepto cuando me acercaba más de lo necesario.
Lo malo fue que el pollo fue creciendo, como es natural, hasta que un día a vuelta de la escuela el plumífero animal ya no estaba con nosotros. La versión oficial, que creí hasta muy mayor, fue que mi abuela se lo había regalado a una señora, pero con los años descubrí que la señora se llamaba Parca y la guadaña la empuñaba mi "yaya" Isabel. Ella era una mujer de pueblo que había pasado la guerra, y con estas dos premisas está claro que no tenía el concepto de respeto a la vida que tiene actualmente el PACMA, por decir algo. Lo que sí espero es que, aunque no tuviéramos una relación muy fluida, no me lo sirvieran como plato en alguno de nuestros menús habituales. Claro que si dependía de una señora tan pragmática como mi abuela, me temo lo peor.
Fuente de la imagen: http://nomadas.abc.es
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