Hacía un sol que presagiaba tormenta. Todo el día de aquel domingo había estado anunciando que acabaría lloviendo a pesar de que no quisimos darnos cuenta. El calor pesado, pegajoso como un chicle hacía que las moscas volaran pertinaces alrededor nuestro, incordiándonos con su presencia, posándose sobre nuestros cuerpos cada vez que el bochorno nos obligaba a quedarnos quietos para no padecer tanto calor.
Después de comer en la tienda de campaña de mis tíos me acerqué a la parcela de al lado, donde una cuadrilla de niños se hacinaban en una mesa excesivamente pequeña para todos, aunque no parecía que la falta de espacio les preocupara lo más mínimo. Al contrario, parecía que la única que se sentía algo incómoda ante aquel gentío era yo, hija única en aquel entonces y acostumbrada a no tener que negociar con nadie ni espacios ni sentimientos. Mucho más cómoda, es cierto, pero mucho más triste. Xavier, uno de los hermanos mayores, me ofreció una tajada de sandía y mi timidez me obligó a rechazarla casi automáticamente. Sólo cuando aquel muchacho que a mí me parecía un adulto pero no debía llegar a los once años me volvió a blandir la tajada de sandía y me hizo sitio en la mesa casi milagrosamente conseguí sonreír y responder tímidamente con un inaudible "gracias".
Mordisqueaba la fruta con avidez y con cierto regocijo sólo de imaginar la cara que pondría mi madre si me viera con los brazos chorreando del jugo de la sandía en lugar de comerla en el plato con cubiertos como ella me había enseñado. El resto de mis compañeros de postre disfrutaban también de su pedazo de fruta ajenos a mis pensamientos relacionados con la autoridad paterna. De pronto, a uno de ellos se le ocurrió ir a la playa a bañarnos para aliviar el calor. Recogimos un poco los restos, los mayores pasaron un trapo mojado por la mesa que quedó más sucia todavía y nos fuimos a pedir permiso a los mayores que, atontados por la temperatura y la cercanía de la siesta, accedieron sin oponer resistencia.
De camino a la playa se turnaban para protegerme y cuidarme, ellos eran muchos y estaban acostumbrados a cuidarse mutuamente, pero yo era la invitada así que todos se pusieron de acuerdo sin palabras para atenderme. A mí me encantaba aquella sensación de ser la niña mimada de todos y tener una parte de la atención de cada uno de ellos.
Cuando hubo que subir y bajar la duna para llegar al agua estuve a punto de perder mi preciada zapatilla amarilla, la que tanto me había costado conseguir aquel verano después de tanto invierno de zapatos ortopédicos. Se quedó medio enterrada en la arena, pero conseguimos recuperarla después de mucho escarbar entre todos para no tener que volver a casa con un pie descalzo. Cuando lo encontré estaba exultante porque había conseguido subir y bajar aquella pequeña colina a pesar de que no era demasiado buena con los desniveles.
Al llegar a la orilla nos despojamos de la poca ropa que llevábamos encima y corrimos hacia el agua como posesos, chapoteando encantados de quitarnos de encima aquella pegajosa sensación. Cuando aún no llevábamos ni diez minutos bañándonos el cielo se cerró de pronto y comenzó a llover con aquella intensidad propia de finales de verano, cuando agosto parece anunciar que se acaba lo bueno y en pocos días tendremos que volver a la rutina. Mi primera intención fue salir del agua inmediatamente (de hecho es lo que hubieran hecho mis padres de haber estado allí conmigo) pero cuando lo propuse el resto de mis compañeros me miraron sorprendidos: ¿Qué problema había con que lloviera?¿Acaso no estábamos ya completamente mojados?¿Por qué teníamos que salir del agua?Evidentemente, no tenía ninguna intención de volver sola así que decidí quedarme y disfrutar del momento. Las enormes gotas caían cada vez con más insistencia, golpeando nuestros cuerpos con fuerza y el contraste del agua caliente del mar con el agua fría de la lluvia resultaba algo inquietante, igual que el color que había ido adquiriendo el mar, como si hubiera perdido toda la amabilidad. Sin embargo, estaba contenta de compartir aquel espacio de libertad con ellos, que dejarme llevar por la fuerza de la naturaleza en estado puro.
La playa se había quedado desierta, todos los bañistas que un rato antes abarrotaban la playa se habían marchado corriendo dejándonos solos, pero la lluvia aunque intensa se fue casi con la misma brusquedad con que había llegado, dejando paso a un nuevo día espléndido. Fuimos saliendo del agua y nos tumbamos en la arena directamente sin la comodidad de una toalla que nadie había recordado traer. Poco a poco aquella sensación de alborozo generalizado que había provocado minutos antes la lluvia fue decayendo y de nuevo Xavier adquirió protagonismo tomando la decisión de marchar, como corresponde a un hermano mayor. Entre algunas protestas de los más pequeños nos fuimos vistiendo y nos pusimos en camino. Cuando llevábamos sólo unos pasos noté la calidez de una mano que tomaba la mía con cariño y me sentí feliz.
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