Seguro que si alguien lee esta entrada y tiene alrededor de los 40 años recordará sin problema una musiquilla pegadiza que acompañaba las imágenes de unos personajes de dibujos animados encima de un arco iris infinito: los días no festivos de vacaciones de Navidad, a media tarde, era muy habitual encontrar un episodio de esta saga norteamericana que contaba cuentos clásicos, ideada por Arthur Rankin y Jules Bass. En realidad no eran muy clásicos para nosotros, los niños españolitos, sino clásicos de los Estados Unidos y a menudo no conocíamos, ni de lejos, el tan cacareado "clásico".
Me acuerdo, por poner un ejemplo, del episodio que narraba la historia de "Johnny Appleseed", un señor que se pasó la vida plantando manzanas, que aquí no conocía nadie entonces ni ahora tampoco por mucha globalización que tengamos. A Daniel Boone quizá, porque tenía serie propia y el gorro con cola de zorro era muy llamativo, pero ¡¿Al señor que llenó Estados Unidos de manzanas?! También estaba "Alicia en el país de las maravillas", "Cenicienta", pero yo creo que recuerdo más los que, por el poco conocimiento que tenía de ellos, marcaban una diferencia frente a los clásicos más habituales en nuestro contexto cultural europeo. Me parece recordar también una calabaza algo maléfica que ha llegado a protagonizar alguno de mis peores sueños infantiles. Recordándolo pienso que si los norteamericanos llegan a conocer al Cid Campeador le dedican una serie entera...
En fin, os dejo con la entradilla porque me parece casi tan conmovedora como la del "Mágico mundo de color". ¡Feliz 2013!
Cuando somos pequeños hay algunos espacios de la casa que nos son más o menos vetados, a los que sólo podemos acceder de manera restringida y que por este motivo cobran un especial encanto, de manera que cuando conseguimos colarnos en ellos por algún descuido nos parece estar entrando en un lugar mágico. En mi casa, esa habitación era la de mis padres.
Siempre con las persianas bajadas para evitar que la luz del sol estropeara los muebles, con ese olor a perfume tan particular de mi madre, y con un montón de cajones y escondites donde podía encontrar cualquier tipo de tesoro, el dormitorio de mis padres era una especie de lugar de culto donde podía pasar horas y horas transportada a una dimensión más allá de la realidad cotidiana de mi casa.
Uno de mis muebles favoritos era el puff: de color crema, forrado en skay, era un asiento con una tapa que servía de escondrijo para mil y un cachivaches: monederos antiguos de mi madre con alguna moneda y entradas viejas de cine; algunos zapatos viejos de tacón, algún camisón en desuso... Allí iban a parar un sinfín de elementos inservibles en una especie de parada previa a la basura, como si pasaran por el limbo de los objetos antes de desaparecer definitivamente de nuestras vidas. Si obtenía el permiso necesario para volcar literalmente el contenido del puff en el suelo podía pasar horas disfrazándome con la ropa, revolviendo en los monederos y jugando a ser mi madre.
Junto al puff, ocupaba un puesto destacable el tocador, un mueble que hoy ha caído en desuso pero que en mi infancia era el mueble femenino por excelencia: en los cajones había ropa interior, camisones divinos, medias... todo salpicado por algún jabón de muestra para que hiciera buen olor. Y en la superficie había dos objetos sorprendentes: el conjunto de tocador y el joyero con música. El conjunto de tocador estaba formado normalmente por dos objetos inclasificables, uno semejante a una botella de vidrio tallado con el tapón de este material y el otro similar a un tarro, haciendo de juego con el otro, y con la tapa de metal. En el más bajito mi madre podía guardar desde el gancho de la cortina que se había soltado, hasta el botón de una bata o el cierre roto de un pendiente. Sin embargo, el otro me fascinaba: ¿Qué podía poner dentro? ¿Perfume? ¿Coñac (francamente, se parecía a las botellas que aparecían en la serie "Dallas" para guardar los licores)? Yo no hacía más que abrir y cerrar la botellita para ver si conseguía darle una utilidad pero, como habréis adivinado, lo que conseguí fue romper primero el tapón y después el frasco. Lo siento, ya advertí en otra de mis entradas que los objetos frágiles deberían alejarse de mi presencia.
Y el joyero con música me parecía maravilloso: era una caja rectangular con tapa de imitación al nácar y en el centro tenía engarzado una especie de camafeo horroroso donde podía verse una escena campestre de lo más bucólica. Al abrirse la tapa, todavía recuerdo la melodía de un twist llamado "A Saint- Tropez" que, cuando la cuerda se iba acabando, languidecía hasta convertirse en una cancioncilla tristísima que siempre me hacía llorar. En su interior, los pendientes en forma de racimo de perlas grises, la pulsera nomeolvides de oro con medallitas correspondientes a cada uno de los signos del zodiaco de los miembros de la familia que me encantaba oir tintinear en sus brazo, y un anillo con un pedrusco amarillo precioso que, cuando me lo probaba, me hacía sentir la princesa más feliz de todos los cuentos.
En alguno de los cajones siempre encontraba su persistente e inconfundible perfume "Maja", que durante tantos años la acompañó (de hecho, hasta que Myrurgia dejó de fabricarla en su fórmula inicial, imagino que movidos por el cambio de gustos de las usuarias; la "Nueva Maja" siempre fue demasiado sutil para ella). Una mujer que allí donde iba dejaba huella por su presencia no podía permitirse pasar desapercibida por su aroma. Ahora ni siquiera piensa en perfumarse pero creo que ya no necesita tanto ser recordada más que por los que realmente le importamos. Imagino que son cosas que dan la sabiduría de los años vividos.
De todos estos objetos ya no queda ninguno: unos se fueron deteriorando por el uso, otros fueron perdiendo utilidad o dejaron de estar de moda y fueron substituidos por otros más modernos... Incluso el puff dejó de ser la estación de enlace entre la vida y la muerte de los elegidos. ¡Paradógico, creo yo!
No puedo terminar esta entrada sin dejar la canción que la cajita de música repetía incansable hasta que se acababa la cuerda y se volvía una melodía penosa que me hacía llorar solidarizándome con todas las penas del mundo.
El día de Navidad, en un intento fallido de facilitar la digestión de una banquete pantagruélico, mi familia en pleno se levantaba a regañadientes de la sobremesa de los barquillos (las "neules" como llamamos en Cataluña), los turrones, los cafés y los licores y se dirigía al centro de la ciudad para palpar de pleno el ambiente navideño.
Habitualmente cogíamos el metro y bajábamos en la parada de Catalunya; si nos habíamos portado bien a los niños nos compraban un juguete típico de estas fechas: una gallina de plástico dentro de un vaso (de plástico también) del que colgaba un cordelito; junto con esto, nos daban una pieza de un material negro que, cuando se rascaba con el cordelito, imitaba el cacareo de la gallina para desesperación de aquél que se cruzaba con nosotros.
Recuerdo el frío en la cara, las trencas de color azúl marino y verde, el olor del ozono, las luces del árbol de Can Jorba (que a mí me parecían tan maravillosas como las del Rockefeller Center), la gente paseando sin prisas por el Portal del Ángel y los escaparates de la calle Pelayo. No he conseguido averiguar qué grandes almacenes eran, me parece que los del Capitol, que montaban por estas fechas unos escaparates con una especie de dioramas, donde aparecían motivos navideños (creo recordar que con algún autómata) y que provocaban largas colas de espera entre los más pequeños. Me encantaba ir siguiendo la cola de curiosos a lo largo de todos los escaparates del establecimiento para ir descubriendo poco a poco los diferentes decorados que nos ofrecían los aparadores.
Creo que aquel día libraba pero el resto de días podías encontrar allí mismo al pobre paje real. Un paje real que te acogía en sus rodillas mientras los padres y madres te hacían sonreír para pasar a la posteridad en una foto que ahora siempre da un poco de vergüenza por el atuendo, por la situación y por el mismo paje que no sólo tenía que soportar las bajas temperaturas y a miles de niños malcriados, sino también el mal gusto de los que le daban las ropas para disfrazarse. Aún guardo por casa más de una de estas fotos, siempre con los mofletes rojos por el frío, siempre con esa expresión medio tímida y medio incrédula, porque a mí me parecían como de teatro aquellos personajes vestidos de aquella manera tan ridícula.
Ahora que tengo hijos y comparo sus fiestas con las mías siento un poco de tristeza, porque me parece que mis navidades estaban más cargadas de simbolismo familiar, de tradiciones, de situaciones entrañables que después, cuando pasan los años, recuerdas con cariño. Pero seguramente sea falso y en recubrimiento dulce y nostálgico se lo ponemos a posteriori, cuando ya empiezan a faltarnos algunas personas decisivas en nuestra vida y entonces cualquier tiempo pasado fue mejor, pero no porque lo fuera, sino porque nosotros creemos recordarlo así.
Fuente de imagen 1: http://www.barcelonarutas.com
Fuente de imagen 2: http://www.todocoleccion.net
No sé por qué pero este vídeo también me lleva a la Navidad de mi infancia, aunque tengo claro que los programas Disney los daban todo el año. Quizá aumentaban la frecuencia o yo ponía especial atención en ellos, pero lo cierto es que escuchando la versión latinoamericana de la introducción de este programa me siento de pronto transportada al sofá de mi niñez, durante los días de vacaciones navideñas, no los de fiesta familiar, sino los días que quedaban entre fecha señalada y fecha señalada.
También recuerdo con especial cariño un episodio del oso Yogui en que intenta pasar las fiesta con sus amigos por primera vez puesto que, como buen oso, durante la época de frío en el parque nacional de Yelowstone, Yogui y Bubu hivernan. Esa navidad intentarán mantenerse despiertos y besarse bajo el muérdago con la coqueta Cindy.
Y para terminar con las pinceladas navideño-televisivas de mi infancia, no puedo obviar el discurso sobre qué significa la Navidad de Charlie Brown. Si alguna vez hubo un ápice de credibilidad en el espíritu navideño en este blog fue gracias al dueño de Snoopy y su amigo Linus, que en un arrebato de candidez le explicó cuál era el verdadero significado de estas fiestas a pesar de que, a menudo, el consumismo y las prisas nos obligan a olvidarlo. Lo siento, hace años que dejé de creer en Dios, pero sí deseo paz en los corazones de las personas de buena voluntad.
La Navidad es una época especialmente nostálgica. Tanto si somos creyentes como si no, es un momento del año que nos transporta a otras navidades, a vivencias previas de nuestra infancia en las que no teníamos muy claro qué significaba todo este derroche de felicidad impostada pero al cual nos rendíamos sin oponer demasiadas dificultades.
El momento estrella de las navidades de mi infancia, ese que recuerdo con una especial dulzura, es el del último día de clase. Es curioso porque hay muchos días marcados en rojo en el calendario pero yo guardo un vívido recuerdo del día que abandonábamos nuestra rutina de pupitres, plumieres y libretas por un par de semanas de diversión en casa que culminaban con el día de Reyes. El último día de clase podía ser el día 20, 21 o 22 en función del calendario de cada año pero había algo que se mantenía imperturbable y era la programación televisiva: no sé cuál es el motivo pero todas las tardes de ese día TVE (la única que teníamos en aquella época) programaba la película "Mujercitas" basada en la novela de Louisa May Alcott y protagonizada, en aquella versión, por una jovencísima Elizabeth Taylor en el papel de Amy.
En el colegio donde cursé la EGB era habitual que esa tarde no se hiciera clase. No hacer clase no era una circunstancia exclusiva de este día; de hecho, los viernes era habitual el dibujo y plastilina y no sacar ni un lápiz ni un libro... Lo que era diferente de ese día era que nos congregábamos todos en un salón para ver juntos en la televisión el principio de "Mujercitas".
Cuando llegábamos después de la comida, el televisor ya ocupaba un lugar destacadísimo en el aula, presidiendo majestuoso la reunión. Los alumnos pasábamos por su lado emocionadísimos como si nunca antes hubiéramos visto un aparato semejante. Imagino que el encanto del momento residía en compartir en un contexto no habitual un objeto que para todos nosotros era tan cotidiano. No exagero si digo que era casi mágico.
Cuando la directora encendía el televisor en el momento justo con un silencio solemne acompañándolo, nuestras caritas infantiles se iluminaban como cuando encienden las luces del árbol de Navidad de Rockefeller Center. Aquel ritual navideño se repetía todos los años sin excepción, pero la película era larguísima y nunca llegábamos a ver más que las escenas del principio, cuando Jo llegaba a casa, se lamentaban juntas de que no tenían dinero para los regalos y poca cosa más... Cuando llegaba la hora de marchar salía a la calle apremiando a mi madre para poder seguir la trama sin perderme detalle, cosa que no albergaba demasiada dificultad porque el colegio estaba a escasos diez minutos.
Sin embargo, llegaba al sofá de casa y automáticamente se desvanecía la magia: la película era larga, la televisión volvía a ser un objeto en su cotidiano aburrimiento y yo enseguida perdía el interés y me dedicaba a jugar con mis muñecas hasta que mi abuela me preguntaba con aquella expresión tan familiar "Así, la tele ¿Para quién está puesta?".... y en mi casa quedaba oficialmente inaugurada la Navidad.
Acabo de saber que ha muerto Miliki, el último payaso que quedaba de la formación inicial de "Los payasos de la Tele", aquella delicia que todos los niños de los años 70 recordamos con ternura. Cuando se nos pregunta "¿Cómo están ustedes?" todos contestamos como movidos por un resorte con un rotundo "Bieeeeennn" que nos une en un pasado colectivo que compartimos sin excepción.
Hace ya muchos años que murieron primero Fofó y después Gaby. Aquellos payasos entrañables nos trajeron el circo a casa y no sé si eso fue bueno o malo. Aquellos focos, aquellas cortinas, aquellos decorados, nos dieron una imagen algo equívoca de lo que realmente es el circo en directo. La primera y única vez que mis padres me llevaron a verlo en vivo tuve una de las mayores decepciones de mi vida: el olor de los animales, la tristeza de los mismos actuando, el deterioro de los decorados y una cierta decrepitud en los números me llevó a no querer ir nunca más a ver circo, ni siquiera ahora que el "Cirque du soleil" ha hecho renacer el género reinventándolo desde sus orígenes.
Y es que los "Los payasos de la tele" tenían una cercanía con el público que no puede conseguir un espectáculo de circo en directo. Cuando Gaby, Fofó y Miliki hacían una pregunta al público recuerdo desgañitarme gritando la respuesta porque estaba convencida que me preguntaban a mí. Sus "gags" eran cercanos y con una complicidad con los niños y niñas que nos hacía sufrir lo indecible para que Gaby (el payaso listo) no les pillara en sus fechorías y nos hacía reir muchísimo cuando se equivocaban con las palabras (¿Quién no ha dicho alguna vez "Se me luenga la traba"?) o caían estrepitosamente con sus zapatones y sus camisetas infinitamente largas.
Como niña que fuí de aquella década inolvidable de los 70 quiero agradecer a Miliki las tardes de sábado maravillosas que nos regaló con su generosidad y candidez.
Debo confesar que soy una lectora compulsiva. Lo he sido desde que empecé a comprender que las letras, cuando se unen entre ellas, crean maravillosas composiciones de palabras. Una niña tímida como yo encontraba el mejor refugio en un libro que me transportaba a situaciones irreales en las que no hacía falta ser ni simpática, ni divertida, ni popular. Bastaba con ser una misma. Mi madre también había sido lectora pertinaz durante su infancia (siempre recuerda que la única vez que ha robado en toda su vida ha sido un libro del bibliobús) lo que me facilitó la entrada al mundo de la lectura de los mayores, con recomendaciones excelentes que nunca podré agradecerle lo suficiente.
Cuando pienso en qué me convirtió a la única religión que todavía profeso (la de absoluta adoración a los libros y las personas que los hacen posibles) entiendo que, por un lado, hubo una facilidad innata por leer y comprender lo que leía, pero por otra hubo un personaje (y un libro de lectura) que fue clave en todo este proceso: hablo de Senda y Pandora.
En 3º de EGB (que antiguo suena esto ahora, y que mayor me siento cuando lo digo) cayó en mis manos (y en las de toda una generación, por lo que he podido comprobar después) el libro de lectura de la Editorial Santillana, aprobado por el Ministerio de Educación en la Orden Ministerial de 19 de mayo de 1976. Doy este dato porque cuando he tenido la suerte de repasarlo de mayor he vuelto a caer rendida a sus pies, y me sigue pareciendo maravilloso que un tesoro como este fuera posible editarse aunque fuera a finales de la dictadura de Franco. Se cuenta la historia de Pandora, una mujer solitaria (¡novedad!) muy culta, que vive en ninguna parte y que tiene los vientos encerrados en una caja. Inspirada en el mito griego de Pandora pero suavizada en cuanto a sus funciones, se trata de una mujer que, de mayor, me recuerda un poco a Julia, la pintora de "Verano Azul", independiente, culta y con facilidad para relacionarse con los niños y entrar en su maravilloso mundo.
Uno de los mayores encantos del libro es que cuenta con siete niños, de diferentes edades y con personalidades muy distintas, lo que permite que cada lector se sienta identificado con uno u otro y se quede totalmente abducido por las historias que se van enlazando a través del relato.
Otro de sus encantos es que abre puertas a otras historias, sin acabar de contarlas, que provocan la curiosidad del lector para que vaya en búsqueda de esas otras maravillas que quedan medio apuntadas en el relato: el Museo del Prado, la Dama de Elche, Tom Sayer, los comics, el Caballo de Troya,... son algunos de los innumerables temas que se apuntan en el texto para que después cada uno de nosotros busque la continuación de la historia fuera del universo que se nos plantea en el colegio. Y en mi caso, debo reconocer que fui una alumna aplicada y cumplí a rajatabla con los objetivos del equipo pedagógico que ideó el texto: me emocioné la primera vez que visité el Museo del Prado, adoro la mitología griega y toda su influencia en nuestra cultura, y considero que gran parte de mi afición por las letras debo agradecérsela a Pandora y sus vientos.
Para acabar de rematar la delicia, comentar que el texto está repleto de pedazos de obras de otros escritores como Lorca, Gloria Fuertes, Alberti, Juan Ramón Jiménez o Camilo José Cela ¿Cómo no voy a adorar el libro? ¡Si merece un monumento!
Estoy intentando que mi hijo mayor se inicie en la lectura con el libro de Pandora. Tengo la suerte de conservarlo y de vez en cuando me emociono cuando lo abro por alguna de las páginas al azar y me siento automáticamente transportada a mis siete años en el aula de tercero. Y vuelvo a llorar como lo hice aquel año cuando Pandora se despidió de todos nosotros aquel día. Aunque nunca se fue del todo...
Un día dieron por la "tele" una película que me impactó mucho; era un cuento para niños pero no a la forma tradicional de las típicas películas blancas y exentas de maldad a la que la programación de los años 70 nos tenía acostumbrados: contaba la historia de un millonario excéntrico dueño de una fábrica de chocolate que un día inventó un concurso para que unos niños privilegiados visitaran sus instalaciones. Colocó cinco envoltorios dorados en cinco chocolatinas de manera que quién las encontrara podría conocer a fondo todos los entresijos de su fábrica.
Lo primero que me llamó la atención fueron los estridentes colores de la película: el personaje llevaba una levita color morado con un sombrero y todo tenía un aire psicodélico muy poco habitual de los cuentos destinados a niños. El dueño de la fábrica tenía unos ayudantes enanos con peluca de plástico que también parecían salidos de una pesadilla. Los niños eran bastante odiosos (excepto el protagonista, que se llamaba Charlie) e iban desapareciendo del recorrido por culpa de sus propios defectos: recuerdo especialmente un niño que caía en una piscina de chocolate por glotonería y una niña que se convertía en una bola azul por comerse un chicle sin permiso. También se me quedó grabado que la niña había batido un record de masticar el mismo chicle guardándolo durante la noche y las comidas detrás de la oreja (¡repugnante!). Los niños y niñas recibían las terribles consecuencias de su mal comportamiento ante la más absoluta indiferencia del dueño de la fábrica que no se preocupaba lo más mínimo por el destino que pudieran correr sus invitados.
Al cabo de muchos años, cuando ya había superado de largo la adolescencia, un día de Navidad comenzó una película que nos dejó a mi hermano y a mí literalmente pegados al televisor. Emocionada, comencé a decir que aquel largometraje había marcado mi infancia de manera muy especial y mi hermano me miró asombrado reconociendo que a él le había pasado lo mismo y que había veces que no estaba seguro de si había sido realmente un recuerdo o un sueño y que le parecía curioso que, sin habernos dicho nunca nada, tuviéramos la misma experiencia con ella.
Como ya habéis podido deducir, se trataba de "Un mundo de fantasía" basado en el cuento de Roal Dahl "Charlie y la fábrica de chocolate", una historia por lo visto bastante famosa en Estados Unidos pero que en nuestro país tomó celebridad con la versión que hizo de la misma Tim Barton y que fue protagonizada por Johnny Deep. Realmente, nadie como el actor fetiche de este director para encarnar a un personaje sombrío, un poco lúgubre y despiadado, como casi todas las creaciones de este actor. Hoy día estamos acostumbrados a narraciones algo más monstruosas dedicadas al público infantil y juvenil ("Pesadilla antes de Navidad", "Eduardo Manostijeras" o la oscura versión de "Alicia en el País de las Maravillas") pero entonces era toda una novedad dar un producto tan agrio a los niños y niñas que consumíamos almíbar a cucharadas soperas con "Caponata", "La Mansión de los Plaff" y los "Pequeñecos".
El señor Willy Wonka llegó desde lo más profundo del imaginario infantil para dejarnos una cierta desazón en nuestros puros corazones pero también unas ganas de probar algo más de aquel bebedizo mágico que nos abría las puertas de par en par a la condición más humana y terrible. Por eso nos marcó tremendamente tanto a mi hermano como a mí, porque la oscuridad siempre atrae por peligrosa que parezca.
No deja de sorprenderme cómo Halloween ha conseguido arraigar con tanta fuerza en nuestra cultura. Entiendo, por un lado, que compartimos ciertos orígenes y que la celebración ya existía aunque no con los aderezos que nos están imponiendo los norteamericanos; también soy consciente que los EEUU tienen tanta presencia en nuestro día a día que parece que las calabazas fantasmagóricas han formado parte de nuestras vidas desde tiempo inmemorial; y, evidentemente, también tengo que reconocer que las películas de terror y todo lo que les rodea consigue atraer a un público joven que, sin embargo, no tiene ni la más remota idea de lo que significa la fiesta ni su arraigo religioso.
Como pasa tantas veces, se ha conseguido desvestir la celebración de toda su significación mística y ha pasado a ser una fiesta de inicio de otoño para disfrazarse y pasarlo bien adaptando la consabida frasecilla de "Truco o Trato". La gente se viste de bruja, muerto, vampiro o cualquier criatura de la oscuridad y sale a la calle a vivir la noche de los difuntos con alegría. Algo relegadas quedan las tradiciones de algunas zonas de influencia celta como Galicia o Asturias donde la Santa Compaña aumentaba su frecuencia de paso en estas épocas para anunciar a los vivos que debían pasar al otro lado, o las castañas y boniatos que se comían acompañando a los "panellets" o los "huesos de santo".
Sin embargo, si pienso en la tradición de finales de octubre que más recuerdo de mi infancia es sin duda la de las mariposas de aceite. Mi yaya Isabel ponía una luz para los santos (entiendo que tenía que ver con el día 2 de noviembre más que con la noche de Difuntos pero no lo puedo asegurar) todas las noches de aquella semana. Encendía unas velillas que flotaban en agua y aceite, en un cuenco que dejaba en la cocina, y que estaban toda la noche iluminando con su luz fantasmagórica la oscuridad del pasillo. Aquello sí que ponía los pelos de punta y no las telarañas y calaveras del "atrezzo" yanqui... Si alguna vez había tenido que levantarme para ir al baño o a beber agua batía mi propio record de velocidad para volver a la cama en el menor tiempo posible. En mi incansable curiosidad, le preguntaba a menudo a mi abuela para qué ponía aquella luz y ella siempre contestaba "para los muertos". Todavía me recorre un escalofrío la columna vertebral cuando recuerdo el tono en que me aclaraba la utilidad de la iluminación adicional de octubre en la cocina.
Os dejo con Germán Coppini y sus Golpes Bajos, un grupo que conocí bastante después de las mariposas de aceite de mi abuela pero que también me parece espeluznante...
Elenita era una de mis mejores amigas. No era mi amiga inseparable pero sí que nos unía una especie de hilo mágico y secreto que quizá tenga algo que ver con los amarillos de Albert Espinosa.
A las dos nos encantaba la serie de moda "Starsky y Hutch" y más concretamente David Soul, el rubito que daba vida junto a Paul Michael Glaser a la pareja de detectives más popular del momento. No recuerdo qué día la daban por la televisión pero sí recuerdo que al día siguiente Elenita y yo pasábamos la hora del patio comentando lo guapo que era y cómo nos gustaba a las dos.
Un día Elenita no vino al colegio y nos explicaron que había tenido un accidente de tráfico. Pasaron días hasta que supimos que su padre había muerto en el accidente y ella era, de los supervivientes, la que había recibido la peor parte. Nadie nos aseguraba que sobreviviera y, si lo hacía, no teníamos ni idea de si podría volver al colegio ni en qué condiciones. Yo me quedé "chocada"; como ya he dicho no era mi mejor amiga pero sí podía considerarle una persona importante en mi vida.
Pasó mucho tiempo hasta que nos informaron que ya no temían por su vida pero sí nos advirtieron que las secuelas habían sido tan importantes que nunca volvería a ser la misma. Al iniciar el curso siguiente le habían guardado una silla en la clase, pero no iba a seguir nuestro ritmo de aprendizaje, sino que haría algunas tareas paralelas a las nuestras para que no perdiera contacto. El primer día que entró en clase todos estábamos nerviosos pero yo lo estaba especialmente. Al verla llegar nos quedamos impactados: su cara había cambiado, cojeaba visiblemente y tenía uno de los brazos algo paralizado; también le costaba vocalizar y su voz era muy ronca.
A media mañana me acerqué a ella. No recuerdo qué estábamos trabajando el resto de clase pero recuerdo perfectamente qué estaba haciendo ella: tenía delante un laberinto de estos de pasatiempos y había rellenado con el bolígrafo, de manera casi obsesiva, absolutamente todos los caminos posibles convirtiendo el resultado en grotesco. Me miró, me sonrió y me dijo con dificultad pero con la misma expresión picarona de otros tiempos "¿Te acuerdas de cómo nos gustaba Hutch?" Yo también sonreí, asentí y comprendí que detrás de todo aquel cambio de apariencia seguía estando mi amiga Elenita que compartía conmigo su absoluta adoración a David Soul.
Durante mucho tiempo después, cuando nos encontrábamos por la calle, ella sonreía y me repetía la misma frase respecto a nuestra serie de culto. Todavía ahora guardo un entrañable recuerdo de aquella serie y de aquella niña que para mí se quedó atrapada en un recuerdo feliz que compartimos durante una parte de nuestra infancia. Me pregunto si todavía rellena caminos de los laberintos para encontrar la salida.
Un beso, Elenita, pares por donde pares. Esta canción es para ti.
En mi más tierna infancia siempre fui una niña modélica: era educada, aplicada, respetuosa, ordenada, y por todo ello hacía las delicias de todos los profesores que me tuvieron como alumna (sólo hasta una cierta edad, eso sí, después me resarcí de tantos años de buen comportamiento y me pasé al lado oscuro, pero eso lo puedo contar otro día).
Estos buenos modales y el comportamiento ejemplar llevó en determinados cursos a que mis profesores pusieran a mi lado niños y niñas conflictivos para ver si los "convertía" y los guiaba por el "buen camino" o al menos conseguían que se aburrieran como ostras al "gozar" de tan sosísima compañía. Uno de los que más tiempo estuvo ocupando esa zona de conversión a las buenas costumbres fue Albert Roca: una perla en cuanto a comportamiento y en cuanto a resultados académicos que torció el gesto cuando se vio a mi lado el primer día y que no mejoró demasiado nuestra relación a lo largo de los meses que estuvimos obligatoriamente juntos.
Un día nos tocó hacer una ficha Colasín sobre un bautizo. Las fichas Colasín eran unos libros con un montón de actividades que podían despegarse del encuadernado para guardarlas en anillas y poder entregarlas a final de curso en casa para regocijo de los familiares y conocidos de la criatura. El trabajo de aquel día consistía en recortar por las líneas de puntos una ilustración correspondiente a un bautizo, para confeccionar posteriormente un puzle con las diferentes piezas. Recuerdo de aquel día que estrenamos los botes de pegamento UHU (de color amarillo chillón, substituyendo el clásico Pegamento Imedio) y que, por algún extraño motivo, perdí la ficha más importante de la actividad, que correspondía a la parte del dibujo en que se encontraba el bebé envuelto en el traje de "cristianar" (como decía mi abuela) abocado a la pila baptismal. Me entró tal angustia de pensar que había perdido la pieza que el demonio que todos llevamos dentro (y que en mi caso debía llevar años bostezando de puro aburrimiento igual que mis sufridos y obligados compañeros) se puso en marcha como si llevara toda la vida actuando y me mostró el camino de la salvación: robarle miserablemente la ficha a Albert Roca y confiar en mi buena fama.
En un abrir y cerrar de ojos me hice con la ficha del pobre desgraciado que no sé ni siquiera si me llegó a ver, pero no importó en absoluto: yo pegué sin vacilar su pieza en mi ficha y esperé a que viniera la profesora atraída por los gritos de indignación de Albert que aseguraba y porfiaba que yo le había sustraido vilmente la ficha y me la había pegado en mi Colasín. Cuando la señorita María llegó a nuestra mesa y le regalé la más cándida de mis sonrisas no tuvo ninguna duda: Albert volvía a las andadas y ya estaba bien de decir mentiras, a ver si empezábamos a responsabilizarnos un poco de nuestras cosas, que así no íbamos bien.
Cuando llegué a casa tenía tantos remordimientos que corrí a mi yaya Isabel y le pregunté si los niños también iban a la cárcel. La pedagogía no era el mejor atributo de aquella sencilla mujer que yo tanto adoraba y me contestó que sí, que cuando hacían algo malo venía la policía y los llevaban a la cárcel con otros niños y niñas que no se habían portado bien. Durante semanas (y no exagero) mi corazón se encogía cada vez que sonaba el timbre de la puerta. Nunca vinieron a buscarme, imagino que porque en aquel momento el vigilante de los niños que no hacen las cosas como se tienen que hacer estaría ocupado en otro tipo de menesteres... Sí me hubiera gustado sin embargo, que la vida me hubiera dado la oportunidad de confesarle mi culpa a mi compañero, así que, desde estas líneas Albert, tengo que decirte que siento que aquel día nadie te creyera aunque tuvieras razón. Buf, ya me siento algo mejor... ¿Parece que llaman a la puerta?
Todos tenemos un familiar que nos marca durante la infancia porque ocupa un lugar destacado entre nuestros recuerdos especiales. No estoy hablando de la persona más querida (que en la mayoría de los casos será el padre o la madre, hermanos o abuelos), sino de alguien que, por sus características nos deja una huella imborrable en nuestra niñez. En mi caso es mi prima Nuria.
Casi 12 años mayor que yo se casó cuando todavía era una niña y quizás por eso todo en su casa era diferente a todas las casas que frecuentaba: moderna, informal, con muebles de aquella loca década de los 70 que hoy se encuentran bajo la etiqueta de "retro" y que han pasado a costar una burrada. Mi prima era una muchacha joven y guapa que vestía con pantalones de campana, camisas de mil colores y chaquetones con capucha.
De vez en cuando me venía a buscar a casa de mis padres y nos íbamos a pasear juntas: me daba una vuelta por algunas tiendas, me compraba un helado, pero yo estaba deseando que me llevara a su casa donde imaginaba que éramos madre e hija y todo se volvía maravilloso. Francamente, no consigo averiguar qué tenia de maravilloso ir a su casa porque siempre acababa sacando el polvo del mueble del comedor, pero creo que el encanto residía en que me hacía sentir un poco más libre que con mis padres, era una figura de autoridad que no ejercía como tal.
De entre todos los cachivaches que tenía en casa, había uno que me parecía apasionante: se llamaba el termómetro del amor. El artefacto era una especie de matraz de alquimista que iba repleto de un líquido de color azul (ahora he descubierto que se trataba de éter líquido) y que cuando notaba un aumento de la temperatura en la burbuja inferior subía por un espiral hasta la burbuja superior. Parece una tontería pero a una niña de seis años aquello era poco menos que magia de hada de cuento, así que en cuanto llegaba iba corriendo hacia donde sabía que estaba y aplicaba el calor de mis manitas hasta que el éter trepaba por el espiral hacia arriba.
Había varios objetos decorativos en esa época basados en la física, como la lámpara de lava o una lámpara formada por unos hilillos que acababan en puntitas de luz, todavía ahora puedo pasarme horas mirando cualquier aparatejo de estos como poseída por una fuerza sobrehumana.
En fin, como era de esperar, el termómetro del amor tuvo un final no demasiado feliz: la conjunción de objeto frágil con niña de seis años que lo manipula a menudo dio con el termómetro en el suelo y un disgusto espectacular de mi prima que, todavía ahora cuando nos vemos de vez en cuando, me recuerda cuánto le gustaba y qué mal le supo que lo rompiera.
El tocadiscos de mi casa era un armatoste Cosmo de color verde formado por una tapa donde se albergaba el altavoz y un plato con una aguja tan deteriorada que, para que no rayara los vinilos, se sujetaba con un mondadientes.
Yo comía todos los días con el acompañamiento sonoro de un cuento que mi madre "pinchaba" en el tocadiscos. Normalmente se trataba de un relato de los clásicos infantiles versionados por Disney que avisaba que debíamos girar la página del cuento con la campanilla del hada de Peter Pan.
Pero no siempre era así: algunas veces pedía que me pusieran una canción que me encantaba, y que interpretaba un grupo llamado "La Pandilla"; la canción en cuestión era "Capitán de Madera": desde el momento en que comenzaba a sonar, yo hundía la cuchara en el plato humeante y me dejaba llevar por la musiquilla. La necesidad de repetir dos o tres veces en cada comida la audición y las malas condiciones del tocadiscos provocaron la inevitable catástrofe, y un día el vinilo se rayó. Empecé a llorar con tal desconsuelo que mi madre lo escondió y estuve sin volver a verlo durante bastante tiempo.
Revolviendo entre armarios, de vez en cuando lo recuperaba y le suplicaba a mi madre que volviera a probar a ver si esta vez se escuchaba bien, confiando en esa magia maravillosa en que creen los niños, y que esperan que las cosas se solucionen sólo con desearlo. Pero como el pensamiento mágico sólo existe en algunos cuentos y películas, tuve que acostumbrarme a comer en ausencia del capitán de madera y su pandilla y nunca más volví a escucharlos hasta que aparecieron las primeras páginas donde descargar música. Como siempre, internet me demostró que había más gente que recordaba con cariño aquella época entrañable. Y me sorprendió muchísimo que la canción fuera un villancico.
Todavía ahora cuando la escucho, me vuelvo a ver delante del plato de sopa en el soleado comedor de la casa de mis padres, siguiendo el ritmo con los piececitos de aquel entrañable "capitán de madera".
Con el inicio de curso escolar llegaba la normalidad en los horarios, en la dieta, en las rutinas y esto se acompaña siempre de la programación de televisión: uno de mis preferidos era "Un globo, dos globos, tres globos" aunque debo confesar que apenas recuerdo su contenido. Tengo claro que en aquel programa participaba nuestra adorada Mª Luisa Seco, pero no me viene a la memoria ni una sola historia de las que se contaban en el programa. A Mª Luisa la recuerdo mucho más de darle órdenes a Luis Ricardo o de participar en "La Mansión de los Plaff", pero no de los globos.
Sin embargo, tengo muy presente su sintonía, acompañada de aquellos entrañables dibujos animados donde, al final, aparecía un grupo de niños cada uno de ellos con un globo en la mano. Uno por uno iba desapareciendo porque los globos se iban volando, y yo jugaba cada día a poner el dedito sobre la pantalla de televisión para adivinar cuál era el que se quedaba hasta el final. Husmeando un poco por internet he descubierto dos cosas: la primera, que el grupo que cantaba esta sintonía se llamaba "Los Albas"; y la segunda me ayuda a confirmar que mi recuerdo de infancia no es una invención. Me explicaré.
Existen dos versiones de esta canción: la primera era algo más ñoña, más cursi... y que debo confesar que siempre fue mi preferida. Me ha costado muchísimo encontrarla y ya pensaba que era algo que me había imaginado de pequeña, aunque soy capaz de tararear las dos versiones sin confundirlas.
Todavía me acuerdo de cómo me quedé el primer día que escuché la otra versión más fresca, más desenfadada, más "folk". Miré a mi madre indignadísima y le pregunté por qué habían cambiado la canción de mi programa favorito (nadie me había consultado, ¡qué falta de consideración!) y ella, que debía tener miles de cosas en qué pensar y que no se había dado cuenta, seguro, me dijo que no había cambiado, que era la de siempre, y que dejara de enredar. Confieso que a partir de aquel día me sentaba ante el televisor albergando la esperanza de que hubieran reconsiderado el tema y repusieran la versión original, pero no hubo suerte.
Igual que me pasó con el cuento de Nils Karlson, me alegro de que la red exista y me ayude a corroborar que no fui la única que lo percibió.
Pues eso, que la Tierra es un globo donde vivo yo y que nunca hubiera imaginado que este programa se emitía en color, porque en mi casa la primera televisión en color llego con el nacimiento de mi hermano, alla por el 76. Seguramente si lo hubiera visto en color ahora no tendría ese valor tan entrañable. Me parece percibir el sabor del "Bucanero" en la boca mientras pongo el dedito en la pantalla del ordenador para adivinar qué globo quedará el último (que, por cierto, no se ve hasta el final, jeje).
El cine de mi infancia es de sesión continua. Un domingo cualquiera, sin previo aviso, mis padres nos anunciaban que nos íbamos al cine y no importaba qué película íbamos a ver, porque yo corría a vestirme para poder salir disparada hacia ese mundo de fantasía que nos proporcionaba la sesión doble de películas: llegaras a la hora que llegaras, la compra de la entrada permitía ver la película previa y la película "estrella" por la que habíamos ido ese día al cine. Las dos eran de reestreno, y podía tratarse de Mary Poppins (una de mis preferidas), "Peter Pan", "El libro de la selva", etc. El encanto de la sesión continua era que podías repetir tantas veces como quisieras la proyección, hasta aburrirte.
Lo curioso del caso es que, igual que sucede con antiguos discos single de vinilo, a veces la cara B superaba con el tiempo la cara A, y yo guardo un entrañable recuerdo de las películas de la factoría Disney que servían de relleno a las de primera fila: me encantaba "La montaña Embrujada", que contaba la historia de dos hermanos extraterrestres; las diferentes entregas de Herbie, el coche más humano y divertido de los años setenta; y, la mejor para mí, "El hijo de la jungla", con Nanu como un Tarzán de nueva generación que se presenta a unas competiciones de atletismo y está a punto de perderlas por el influjo del Vudú.
No recuerdo que hubiera palomitas, porque tanto el cine Galileo como el cine Liceo de Barcelona siempre tuvieron aquel olor inconfundible de algo viejo pero con encanto, como cuando destapamos una caja antigua y el aire se inunda de la esencia de los objetos que habitan en ella desde hace años. Si algún día se comercializan estos aromas, espero comprarlos online en cajas de mayorista.
Durante muchos años mi único calzado fueron las botas ortopédicas más horrorosas e incómodas que se puedan imaginar. Tenía los pies planos y hasta una determinada edad sólo me calzaba con estas botas hasta el tobillo que apretaban como demonios. A partir de los 9 o 10 años pude empezar a alternarlas con las llamadas "Merceditas": unos zapatos también horrorosos pero mucho más relajantes que las botas. Las plantillas con que se corregía la malformación de mis pies impedían que pudiera llevar otro tipo de zapato sin sujeción posterior.
Yo iba por la calle y no hacía más que mirar los pies de las demás niñas tan libres, tan felices, tan preciosos, tan estupendos, mientras los míos seguían atrapados en la rectitud de mi madre, que se había comprometido con la ortopeda a no dejarme llevar ningún otro zapato y cumplía a rajatabla las condiciones del secuestro de mis pies que, por su parte, ya alcanzaban el número 36.
Adoraba los pies desnudos retozando al aire en la playa, adoraba las uñas pintadas asomándose descaradas desde un zapato descubierto, adoraba el sonido de las chanclas golpeando el talón al caminar...
Una víspera de San Juan mis padres me llevaron a comprar unos zapatos. Mentiría si dijera que recuerdo cuántos años tenía exactamente pero deberían ser 10 o 11. Entramos en una zapatería y pidieron a la dependienta que sacara unos zuecos de mi número. ¡No me lo podía creer! ¿Iban a ser para mí? Mientras esperábamos que volviera la dependienta (¡Por favor, que no se hayan agotado, que tengan mi número!) mis padres me contaron que la ortopeda había hablado durante la última revisión con ellos y había autorizado la compra de unos zuecos, siempre que tuvieran la planta anatómica de madera y que no me los pusiera cada día.
Todavía recuerdo el placer indescriptible de mis dedos cuando apreciaron el tacto del calzado y cómo me encantó el sonido de mis plantas del pie entrechocando con la superficie de madera.
Fue una noche de San Juan muy especial, yo sentí que me había hecho mayor y que mis pies estaban comenzando a liberarse. Cuando llegaron mis primos, con quienes siempre compartíamos aquella festividad, no entendieron aquella sonrisa tonta en los ojos, en la boca y, seguramente, en los deditos de los pies.
Cuando llegaba del colegio a mediodía (nunca me quedé a comedor, siempre tuve a mi abuela Isabel que me preparaba la comida) tenía costumbre de ir corriendo a buscar mi tesoro más preciado: en un bote de hojalata guardaba decenas de chapas de gaseosa Stel (en mi casa se tomaba gaseosa cada día del mundo y no se conocía "La Casera", quizá por localización geográfica); sin ningún tipo de miramiento, las esparcía por el suelo y me podía pasar horas contemplándolas, clasificándolas en función de su curvatura, su antigüedad, su nivel de erosión por el paso del tiempo... Era mi mayor entretenimiento mientras mi "yaya" ponía la mesa y acababa de calentar la comida.
No sé qué pasó un día pero debió ser de órdago porque mi abuela se enfureció y me amenazó con que o le hacía caso, o me tiraba todas las chapas de gaseosa a la basura. Evidentemente, yo no le creí. Tampoco recuerdo qué hice en aquel momento para aumentar su cabreo, pero sí tengo claro cuál fue la consecuencia: volvió a meter todas las chapas que estaban esparcidas por el suelo en el bote de hojalata y las tiró a la basura. Ni siquiera en este punto me la creí del todo, porque estaba convencida que ella era consciente de la pasión que yo sentía por aquellos objetos sin valor.
Nunca más las volví a ver; después de un disgusto monumental mi madre consiguió consolarme diciendo que en poco tiempo volvería a atesorar la misma cantidad de chapas que había tenido entonces. Fue imposible. Volví muchas veces a buscar al cubo de la basura pero no las encontré. Y de vez en cuando rebuscaba por los cajones del armario de mi abuela por si había querido hacer una broma (pesada, eso sí) y las había escondido.
Todavía ahora, cuando voy a casa de mis padres y abro el armario de la cocina donde estaba el bote de hojalata lo busco a hurtadillas, cuando nadie me mira, en el rincón donde estuvieron alojadas la última vez...
El 20 de noviembre de 1975 nadie tenía muy claro lo que pasaba en este país, ni suponía lo que iba a pasar en adelante. Yo, que en aquel entonces tenía 6 años, interpreté por las imágenes de la televisión que aquel abuelete que era el portero de una casa que visitaba mucha gente, se había muerto (¡Santa Inocencia, era el portero de la Muerte!). Todos los días lo había visto en la televisión saludando a los recién llegados, muy puesto él, y nada me hacía sospechar el tipo de personaje que se escondía tras su frágil apariencia.
Cuando el entonces presidente del gobierno, Arias Navarro, salió dando la noticia desconsolado, no pude por menos que solidarizarme con aquel pobre hombre y echar un par de lagrimillas. Al cabo de un momento se me pasó el disgusto, qué narices, a mí me importaba si se moría el Payaso Fofo, pero ¿Franco? ¿En qué circo actuaba?
Evidentemente, no fuimos al colegio, y las cosas de la cadena única nos llevo a que, al día siguiente, todos los niños del país habíamos visto la misma programación. Entre tanto llanto y tanta imagen de muertos, hubo algún momento para el respiro, y uno de ellos lo protagonizó Danny Kaye con la película "El asombro de Brooklyn". Narraba la historia de un lechero que, por casualidad, se convierte en boxeador de la noche a la mañana. Entre sus escenas, una que destacó sobre las demás por su contenido: el protagonista aprendió a golpear gracias a que le enseñaron a seguir el ritmo del "Danubio Azul" con los puños.
Durante meses (casi diría años) algunos niños en el patio fueron vapuleados a ritmo de vals gracias a que compartimos el mismo recuerdo azul de un día gris que todos guardamos con cierta nostalgia, no por lo que fue, sino por lo que éramos nosotros.
La memoria es caprichosa: de vez en cuando se empeña en que recordemos hechos que, por su singularidad, se nos queda atrapados en el cerebro y aparecen y reaparecen con cierta frecuencia, dejándonos un cierto sabor a nostalgia en el pensamiento.
Una de estas situaciones es el día que me tocaron dos anillos del terror en una bolsa de patatas Matutano. Y la situación era particular por varios motivos: primero porque nunca me compraban patatas Matutano y no logro comprender qué sucedió ese día para que fuera una excepción en este sentido; segundo, porque no conocía a nadie que hubiera tenido tanta suerte como yo, que le hubieran tocado DOS anillos (no uno, no, ¡DOS!) de esa maravillosa colección de los años 80; y la tercera particularidad era el escenario: estaba a punto de hacer la Primera Comunión y me encaminaba al Monasterio de Pedralbes para ensayar la ceremonia unos días antes de tan señalada circunstancia.
Recuerdo con extrema precisión mi mano adornada con los dos anillos monstruosos, uno amarillo y el otro morado, que rondaron por los cajones de mi casa hasta que, como siempre, mi madre terminara por enviarlos a la basura en un ataque de limpieza. He visto que hoy en día estos anillos alcanzan precios exorbitantes, y es que, como decía en otra entrada, internet nos demuestra que nuestros recuerdos son menos excepcionales de lo que a veces creemos.
No sé si exagero cuando digo que ese día fue uno de los más felices de mi niñez pero sí estoy segura de que es uno de los que más me vienen a la memoria. Quizá los anillos, además de terroríficos, tenían algún poder mágico que insuflaba felicidad a quien se los pusiera...
Un año, al inicio de curso, nuestras carpetas, estuches, carteras y demás materiales escolares se vieron inundados de pronto por unos dibujos campestres y ñoños a partes iguales: se trataba de las insufribles ilustraciones de una dibujante llamada Sarah Kay, una australiana que pasó a formar parte de nuestras vidas de la noche a la mañana.
Hacía tiempo que no veía una de sus ilustraciones y albergaba la esperanza de que el tiempo y la distancia me hicieran mirarlas con otros ojos y se me erizaran los vellos al transportarme a mi preadolescencia.... Nada de esto ha ocurrido: me siguen pareciendo unos dibujos irreales que idealizan la infancia, la adolescencia, el amor y el mundo en el campo como si fueran la panacea, pensados para niñas (nunca niños, está claro) que no tenían demasiadas aspiraciones en esta vida.
Suficiente dosis de ñoñez rural teníamos con ver cada fin de semana las andanzas de la familia Ingalls en "La casa de la pradera" para que encima este estilo de vida nos invadiera las aulas.
Cuando escucho la sintonía todavía me parece estar engullendo a toda prisa la comida del domingo para sentarme en un buen lugar en el sofá (toda la familia tenía este programa como serie de culto, aunque parezca mentira) y asistíamos emocionadísimos a las desgracias de los pobres campesinos que padecían semana tras semana las desventuras más insólitas que pudiéramos imaginar.
Visto (y recordado) lo uno y lo otro, no me extraña que hoy en día todavía nos sorprendan algunas programaciones actuales... Somos una generación criada a golpe de lágrima y candidez, sin opción a cambiar de cadena (¿alguien recuerda algún programa de la UHF?) y con poca educación crítica. Hasta que llegó Alaska y "la Bola de Cristal", claro... Pero eso será otro día.
Esta brisa apacible que entra por la ventana anticipando el otoño me recuerda a las tardes de mi infancia, cuando todo era más fácil, más rutinario pero también más gris. El padre de mi amiga Laura trabajaba fabricando material de cuero en casa y mientras elaboraba las piezas que con la economía sumergida nos ayudaban a todos a salir a flote, nosotras jugueteábamos con las muñecas recortables, los cromos o cualquier otro juguete que estuviera de moda.
El olor de la cola que servía para pegar los cinturones inundaba toda la estancia y mientras mordisqueábamos la pieza de chocolate (reservada con glotonería para el final, después de habernos comido el pan), la Sra Elena Francis, desde su consultorio sentimental, daba sabios consejos a mujeres desesperadas que le contaban a una desconocida lo que no se atrevían a decirle a la cara a sus maridos, novios (o pretendientes, que es una categoría que ha quedado en desuso pero entonces era muy utilizada). Ni Nuria ni yo entendíamos la mitad de lo que aquella señora de voz engolada recomendaba a sus abnegadas seguidoras pero los miles de cartas que recibía hacían pensar que debía ser muy sabia y muy conocedora del género masculino.
Con los años perdimos la inocencia y descubrimos que sí, que Elena Francis conocía a fondo la testosterona porque "ella" era "él", sin que nadie lo supiera. Cuando recuerdo aquellas tardes de cuadernos de caligrafía, de pan con chocolate y de cola para pegar cinturones no puedo dejar de imaginar qué debía pensar la familia de "Eleno Francis" cuando escuchaban sus cursiladas...
Si algo me conmueve de Internet es la capacidad que tiene de hacerte comprender que no estás solo, que no eres un espécimen raro porque recuerdes cosas que los demás no recuerdan.
Uno de los cuentos que marcó mi infancia pertenecía una enciclopedia llamada "El mundo de los niños". El tomo número 3 estaba dedicado a cuentos y de todo el mundo y yo podía pasarme horas leyéndolos, aunque había uno que me emocionaba particularmente: se llamaba "Nils Karlson el enanito" y narraba la historia de un niño sueco que se quedaba solo en casa mientras sus padres marchaban a trabajar. Su hermana había muerto hacía poco, estaba muy triste y un día descubrió que tenía un "inquilino" bajo la cama. El enanito Nils le mostró la manera de volverse pequeño tocando un clavo que se encontraba en la puerta de su escondite, si se pronuncia la palabra "Killevipen".
Durante años estuve buscando alguien que conociera el cuento en cuestión pero la gente me miraba sorprendida, esperando que les hablara de "Caperucita", "La Bella Durmiente" o, en un derroche de innovación, de "Rapunzel". Hace algún tiempo y sin demasiadas esperanzas, tecleé la palabra "Killevipen" en el buscador y me quedé atónita al descubrir la cantidad de personas que habían quedado enganchadas emocionalmente al relato igual que me había pasado a mí.
Todavía hoy, cuando encuentro un clavo que me parece que cumple las condiciones apropiadas, lo toco suavemente, cierro los ojos y digo muy bajito "Killevipen". De momento no he conseguido mi cometido pero prometo informaros si se produce algún cambio...