En mi más tierna infancia siempre fui una niña modélica: era educada, aplicada, respetuosa, ordenada, y por todo ello hacía las delicias de todos los profesores que me tuvieron como alumna (sólo hasta una cierta edad, eso sí, después me resarcí de tantos años de buen comportamiento y me pasé al lado oscuro, pero eso lo puedo contar otro día).
Estos buenos modales y el comportamiento ejemplar llevó en determinados cursos a que mis profesores pusieran a mi lado niños y niñas conflictivos para ver si los "convertía" y los guiaba por el "buen camino" o al menos conseguían que se aburrieran como ostras al "gozar" de tan sosísima compañía. Uno de los que más tiempo estuvo ocupando esa zona de conversión a las buenas costumbres fue Albert Roca: una perla en cuanto a comportamiento y en cuanto a resultados académicos que torció el gesto cuando se vio a mi lado el primer día y que no mejoró demasiado nuestra relación a lo largo de los meses que estuvimos obligatoriamente juntos.
Un día nos tocó hacer una ficha Colasín sobre un bautizo. Las fichas Colasín eran unos libros con un montón de actividades que podían despegarse del encuadernado para guardarlas en anillas y poder entregarlas a final de curso en casa para regocijo de los familiares y conocidos de la criatura. El trabajo de aquel día consistía en recortar por las líneas de puntos una ilustración correspondiente a un bautizo, para confeccionar posteriormente un puzle con las diferentes piezas. Recuerdo de aquel día que estrenamos los botes de pegamento UHU (de color amarillo chillón, substituyendo el clásico Pegamento Imedio) y que, por algún extraño motivo, perdí la ficha más importante de la actividad, que correspondía a la parte del dibujo en que se encontraba el bebé envuelto en el traje de "cristianar" (como decía mi abuela) abocado a la pila baptismal. Me entró tal angustia de pensar que había perdido la pieza que el demonio que todos llevamos dentro (y que en mi caso debía llevar años bostezando de puro aburrimiento igual que mis sufridos y obligados compañeros) se puso en marcha como si llevara toda la vida actuando y me mostró el camino de la salvación: robarle miserablemente la ficha a Albert Roca y confiar en mi buena fama.
En un abrir y cerrar de ojos me hice con la ficha del pobre desgraciado que no sé ni siquiera si me llegó a ver, pero no importó en absoluto: yo pegué sin vacilar su pieza en mi ficha y esperé a que viniera la profesora atraída por los gritos de indignación de Albert que aseguraba y porfiaba que yo le había sustraido vilmente la ficha y me la había pegado en mi Colasín. Cuando la señorita María llegó a nuestra mesa y le regalé la más cándida de mis sonrisas no tuvo ninguna duda: Albert volvía a las andadas y ya estaba bien de decir mentiras, a ver si empezábamos a responsabilizarnos un poco de nuestras cosas, que así no íbamos bien.
Cuando llegué a casa tenía tantos remordimientos que corrí a mi yaya Isabel y le pregunté si los niños también iban a la cárcel. La pedagogía no era el mejor atributo de aquella sencilla mujer que yo tanto adoraba y me contestó que sí, que cuando hacían algo malo venía la policía y los llevaban a la cárcel con otros niños y niñas que no se habían portado bien. Durante semanas (y no exagero) mi corazón se encogía cada vez que sonaba el timbre de la puerta. Nunca vinieron a buscarme, imagino que porque en aquel momento el vigilante de los niños que no hacen las cosas como se tienen que hacer estaría ocupado en otro tipo de menesteres... Sí me hubiera gustado sin embargo, que la vida me hubiera dado la oportunidad de confesarle mi culpa a mi compañero, así que, desde estas líneas Albert, tengo que decirte que siento que aquel día nadie te creyera aunque tuvieras razón. Buf, ya me siento algo mejor... ¿Parece que llaman a la puerta?
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