La memoria es caprichosa: de vez en cuando se empeña en que recordemos hechos que, por su singularidad, se nos queda atrapados en el cerebro y aparecen y reaparecen con cierta frecuencia, dejándonos un cierto sabor a nostalgia en el pensamiento.
Una de estas situaciones es el día que me tocaron dos anillos del terror en una bolsa de patatas Matutano. Y la situación era particular por varios motivos: primero porque nunca me compraban patatas Matutano y no logro comprender qué sucedió ese día para que fuera una excepción en este sentido; segundo, porque no conocía a nadie que hubiera tenido tanta suerte como yo, que le hubieran tocado DOS anillos (no uno, no, ¡DOS!) de esa maravillosa colección de los años 80; y la tercera particularidad era el escenario: estaba a punto de hacer la Primera Comunión y me encaminaba al Monasterio de Pedralbes para ensayar la ceremonia unos días antes de tan señalada circunstancia.
Recuerdo con extrema precisión mi mano adornada con los dos anillos monstruosos, uno amarillo y el otro morado, que rondaron por los cajones de mi casa hasta que, como siempre, mi madre terminara por enviarlos a la basura en un ataque de limpieza. He visto que hoy en día estos anillos alcanzan precios exorbitantes, y es que, como decía en otra entrada, internet nos demuestra que nuestros recuerdos son menos excepcionales de lo que a veces creemos.
No sé si exagero cuando digo que ese día fue uno de los más felices de mi niñez pero sí estoy segura de que es uno de los que más me vienen a la memoria. Quizá los anillos, además de terroríficos, tenían algún poder mágico que insuflaba felicidad a quien se los pusiera...
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