viernes, 31 de mayo de 2013

BUFFALO BILL NOS VINO A VISITAR

Me encanta valorar algunas cosas con el paso de los años; nuestros hábitos, costumbres, principios y valores han dado un giro tan radical en tan poco tiempo que algunas cosas que antes nos parecían impensables ahora se vuelven cotidianas y algunas cosas que antes nos parecían de lo más natural ahora nos provocan un rechazo y asombro importante.

Revolviendo entre este todo el entramado de recuerdos que tengo en mi cabeza (que empiezo a sospechar que padece un ligero Síndrome de Diógenes porque parece que no quiera deshacerse de nada), me he dado de bruces con uno de esos recuerdos hoy día casi increibles. Hace mucho, mucho tiempo, un maravilloso día de marzo, nos hicieron salir al patio de nuestro querido colegio porque teníamos una visita muy especial. Hacía un frío considerable pero estaba despejado y el sol daba de pleno en aquel escenario tan habitual para nosotros en el tiempo de descanso entre clases. De pie, junto a una de las vallas de madera vimos un hombre mayor, ataviado con las ropas que sólo habíamos visto en las películas del lejano oeste de los sábados por la tarde: un traje de color marrón con flecos en los brazos y en la pechera y un sombrero de auténtico "cowboy" de las praderas. Llevaba un bigote y una barba canos recortados al estilo vaquero y mantenía entre los dientes un puro encendido que le enviaba humo a los ojos, lo que provocaba que los entornara constantemente, dándole un aspecto aún más auténtico si cabe. En su mano derecha llevaba enrollado un látigo de cuero también marrón, y en el suelo pudimos adivinar una cuerda gruesa y otros materiales típicos de los rodeos americanos.

El hombre esperó a que la profesora nos distribuyera ordenadamente alrededor del patio, pegados a la pared para no molestar la demostración que estábamos a punto de presenciar, pero no podíamos dejar de mirarle con curiosidad mientras ocupábamos nuestro lugar. Una vez todos ubicados, empezó a hablar con una voz densa, cargada de historias interesantes. Arrastraba un poco las palabras para dar más importancia a lo que contaba pero realmente no hacía falta porque nos había atrapado desde el primer momento. Nos habló de las lejanas praderas del Oeste, de los indios, de su gran amigo Toro Sentado, y de la cantidad de búfalos que había llegado a matar en algunas gloriosas jornadas de cacería. En un momento nos enseñó cómo había atrapado a cientos de animales con el lazo, o como el látigo era capaz de arrancarle de la boca un cigarrillo a uno de los niños presentes. Cuando el látigo espetó en el aire contuvimos la respiración onnubilados, muertos de miedo por si a nuestro compañero le pasaba algo, igual que cuando lanzó un cuchillo contra una madera para demostrarnos su destreza cortando en dos mitades un pedazo de fruta.

Recordamos aquella visita durante muchísimo tiempo, y saboreamos los detalles de su atuendo, de sus historias, del olor de su tabaco hasta el año siguiente, cuando nos anunciaron (esta vez no fue una sorpresa) que Buffalo Bill había tenido el detalle de volver a visitarnos. La segunda, claro está, no tuvo el impacto de la primera: éramos un poco más mayores y ya no nos cautivó con la novedad de algo que nunca habíamos visto hasta entonces. También estoy segura de que en este desapego influyó que le comenté a mis padres que nos había venido a visitar tan insigne personaje y mi padre me aclaró que eso era imposible, que el verdadero Bufallo Bill había muerto hacía muchos años y que aquél debía ser un actor que se ganaba la vida emulando sus historias. Claro, un golpe con la realidad tan brusco como este no hay mito que pueda resistirlo, así que ya no disfrute tanto del espectáculo.

Algunos años después descubrí que el verdadero y mítico Buffalo Bill estuvo en Barcelona en la Navidad de 1889 dando una gira por toda Europa presentando su espectáculo. Me hubiera encantado verlo aunque me parezca deplorable la salvaje matanza que realizaron con los búfalos y el trato execrable que se dió a los indios americanos, los verdaderos indígenas del continente. La visita fue tan sonada que incluso se ha escrito un libro al respecto que cuenta una historia relacionada con el evento. Se llama el "Revólver de Buffalo Bill" y es de Jordi Solé.

Nunca más volvimos a ver al "impostor" después de su segunda visita. Quizá se marchó de nuevo con su amigo Toro Sentado a disfrutar de los atardeceres de las verdes praderas.


Fuente imagen 1: http://www.allempires.com
Fuente imagen 2: http://www.experienciasnn.com

lunes, 20 de mayo de 2013

LAS TIENDAS DE POLLITOS

No hace tantos años, era habitual encontrar tiendas donde se vendían pollitos para criar en casa. Cerca de mi barrio, por poner un ejemplo, había una tienda donde, por la compra de una docena de huevos te regalaban un pollito, y a ver qué madre tenía suficiente valor para decirle a su niño o niña que no se llevaba al simpático animalito cuando ya se lo habían ofrecido y ya había visto lo monísimo que era. También había una tienda en Hostafrancs donde sólamente vendían pollitos, y todos los niños y niñas del barrio teníamos parada obligada en la susodicha tienda para pegar nuestras narices en el cristal, empapándonos de aquel olor cálido y algo ácido que desprendían los pobrecillos animales hacinados en dos aparadores de cristal, iluminados por una diminuta bombilla amarillenta que debía intentar reproducir las condiciones del pollito antes de salir del huevo. Hoy en día nadie imagina tener animales en estas condiciones, pero tampoco nadie imagina tener a cuarenta niños en una clase aguantando el humo del profesor que fumaba Ducados y sin embargo esas eran las condiciones habituales de la escolarización en España en los años 70 y 80.

Cada vez que pasaba por aquella casa lanzaba a mi madre una mirada suplicante, pero ella no cedía ni un ápice. Sin embargo, un día mi abuella llegó con un pollito,  creo que fruto de alguna compra en una de estas tiendas de comentaba antes. El pobre bichejo pasó directamente a la galería de mi casa (suerte teníamos que había una galería), que mi madre se encargó de alfombrar debidamente con papeles de periódico por todas partes. De nada sirvieron sus precauciones porque el pollito iba haciendo sus necesidades por todas partes y las iba repartiendo con las patitas por toda la terraza para su desesperación. Al principio yo estaba encantada, porque tener un animalito me parecía lo más, pero una vez me di cuenta que nuestras interacciones no iban a ser de mi agrado, después que me intentara picar un par de veces, dejé de sentir cariño hacia él, y él siguió ignorándome excepto cuando me acercaba más de lo necesario.

Lo malo fue que el pollo fue creciendo, como es natural, hasta que un día a vuelta de la escuela el plumífero animal ya no estaba con nosotros. La versión oficial, que creí hasta muy mayor, fue que mi abuela se lo había regalado a una señora, pero con los años descubrí que la señora se llamaba Parca y la guadaña la empuñaba mi "yaya" Isabel. Ella era una mujer de pueblo que había pasado la guerra, y con estas dos premisas está claro que no tenía el concepto de respeto a la vida que tiene actualmente el PACMA, por decir algo. Lo que sí espero es que, aunque no tuviéramos una relación muy fluida, no me lo sirvieran como plato en alguno de nuestros menús habituales. Claro que si dependía de una señora tan pragmática como mi abuela, me temo lo peor.

Fuente de la imagen: http://nomadas.abc.es

sábado, 18 de mayo de 2013

LA PROGRAMACIÓN DEL SÁBADO POR LA TARDE

Cuando sólo teníamos una televisión y su programación nos condicionaba todas nuestras actividades, en mi casa se aprovechaba la sobremesa del sábado, justo después de la serie de dibujos animados, para ir a comprar a "El Corte Inglés" (no sé qué devoción se tenía en mi casa con estos grandes almacenes pero era así) para aprovechar que la gente estaba viendo la película de vaqueros y no te encontrabas a nadie en la calle, a pesar de que la película era antigua y la habían dado seguro que un montón de veces.

De vuelta a casa merendábamos en el sofá, en compañía de mis primos que siempre venían a pasar la tarde de los sábados a mi casa, mientras los "Payasos de la tele" hacían de las suyas para desesperación de Gaby, que siempre acababa perdonando a los otros tres a pesar de sus travesuras. Alguna vez, incluso, coincidió que cantaron la canción de "Feliz en tu día" siendo mi cumpleaños y yo me emocioné convencida de que me la dedicaban exclusivamente a mí.
Verdaderamente, era una programación para quedarse enganchado al sofá, porque después empezaba "El Show de la Pantera Rosa", con su silencio elegante y aquellos títulos tan sugerentes y glamourosos, ella con aquel caminar casi etéreo, con los ojos amarillos entornados y siempre con una actitud tan estóica ante la vida. Si no fuera porque aquella tarde la Pantera Rosa competía con otras grandes producciones hubiera dicho que era mi preferida. Pero para desgracia de ella, después empezaban "Los ángeles de Charlie", tres muchachitas reclutadas por un personaje que nunca vimos que eran nuestras heroinas por muchísimas razones: para empezar ¿Se podía ser más guapa que Jill, Kelly o Sabrina? ¿Qué se echaban en el pelo aquellos bellezones? ¿Qué hacían para ser tan perfectamente guapas? Y encima eran competentes, resolvían casos y no necesitaban a ningún hombre que las protegiera... Después de años y años de series donde los hombres eran los únicos resolutivos que se enfrentaban a los malos, aparecieron aquellas tres chicas que partían los corazones al mismo tiempo que demostraban que eran perfectamente capaces de valerse por sí mismas (un poco al estilo de la princesa Leia pero sin ensaimadas en la cabeza).

Para terminar con la programación de tarde del sábado, nos quedaba "Vacaciones en el mar", un poco ñoña, es cierto, con un guión que se repetía hasta la saciedad pero que en aquella época resultaba entretenido: unos cuantos personajes iniciaban un viaje en el "Love Boat" intentando solucionar sus problemas matrimoniales pero cuando llegaban a Puerto Bayarta (¿Quién no quería ir a Puerto Bayarta entonces?) ya estaban irreconciliablemente peleados. Sin embargo, alguna situación, casi siempre provocada por la tripulación del crucero, hacía que volvieran a solucionar sus problemas, esta vez para siempre, y volvieran a su casa encantados de un viaje maravilloso que les había hecho reencontrarse como pareja. Dulcísimo, teatral, irreal, es cierto, pero nuestras almas cándidas disfrutaban muchísimo con el capitan Merril Stubing, la pizpireta Julie o el sobrecago Smith. Igual que pasaba con "La Casa de la Pradera", era una serie que sólo tenía cabida entre una audiencia que venía de años y años de castidad y censura, y que acogía con los brazos abiertos cualquier programa en que apareciera algo de lujo, modernidad o valores familiares y tradicionales.

Cuando acababa esta serie mis tíos y primos se marchaban a su casa y yo aún tardaba un ratito en volver a la realidad, como si una parte de todos los personajes que habían salido en la televisión se hubieran quedado conmigo algo más de lo que duraba el programa. Volvía a ver la maravillosa melena de Farrah Fawcet, a imaginar playas maravillosas con aguas cristalinas y barcos llenos de lujo donde sólo por subir a bordo desaparecían todos los problemas... En fin, os dejo con la fantástica canción de la carátula de la Pantera Rosa, en un derroche de modernidad con el montaje que mezclaba dibujos y personales reales. ¡Para que luego digan que esto se inventó con Roger Rabbit!



Fuente de la imagen 1: http://www.rtve.es
Fuente de la imagen 2: http://www.vayatele.com
Fuente de la imagen 3: http://www.tvacres.com


sábado, 11 de mayo de 2013

TORMENTA EN LA PLAYA

Hacía un sol que presagiaba tormenta. Todo el día de aquel domingo había estado anunciando que acabaría lloviendo a pesar de que no quisimos darnos cuenta. El calor pesado, pegajoso como un chicle hacía que las moscas volaran pertinaces alrededor nuestro, incordiándonos con su presencia, posándose sobre nuestros cuerpos cada vez que el bochorno nos obligaba a quedarnos quietos para no padecer tanto calor.

Después de comer en la tienda de campaña de mis tíos me acerqué a la parcela de al lado, donde una cuadrilla de niños se hacinaban en una mesa excesivamente pequeña para todos, aunque no parecía que la falta de espacio les preocupara lo más mínimo. Al contrario, parecía que la única que se sentía algo incómoda ante aquel gentío era yo, hija única en aquel entonces y acostumbrada a no tener que negociar con nadie ni espacios ni sentimientos. Mucho más cómoda, es cierto, pero mucho más triste. Xavier, uno de los hermanos mayores, me ofreció una tajada de sandía y mi timidez me obligó a rechazarla casi automáticamente. Sólo cuando aquel muchacho que a mí me parecía un adulto pero no debía llegar a los once años me volvió a blandir la tajada de sandía y me hizo sitio en la mesa casi milagrosamente conseguí sonreír y responder tímidamente con un inaudible "gracias".

Mordisqueaba la fruta con avidez y con cierto regocijo sólo de imaginar la cara que pondría mi madre si me viera con los brazos chorreando del jugo de la sandía en lugar de comerla en el plato con cubiertos como ella me había enseñado. El resto de mis compañeros de postre disfrutaban también de su pedazo de fruta ajenos a mis pensamientos relacionados con la autoridad paterna. De pronto, a uno  de ellos se le ocurrió ir a la playa a bañarnos para aliviar el calor. Recogimos un poco los restos, los mayores pasaron un trapo mojado por la mesa que quedó más sucia todavía y nos fuimos a pedir permiso a los mayores que, atontados por la temperatura y la cercanía de la siesta, accedieron sin oponer resistencia.

De camino a la playa se turnaban para protegerme y cuidarme, ellos eran muchos y estaban acostumbrados a cuidarse mutuamente, pero yo era la invitada así que todos se pusieron de acuerdo sin palabras para atenderme. A mí me encantaba aquella sensación de ser la niña mimada de todos y tener una parte de la atención de cada uno de ellos.

Cuando hubo que subir y bajar la duna para llegar al agua estuve a punto de perder mi preciada zapatilla amarilla, la que tanto me había costado conseguir aquel verano después de tanto invierno de zapatos ortopédicos. Se quedó medio enterrada en la arena, pero conseguimos recuperarla después de mucho escarbar entre todos para no tener que volver a casa con un pie descalzo. Cuando lo encontré estaba exultante porque había conseguido subir y bajar aquella pequeña colina a pesar de que no era demasiado buena con los desniveles.

Al llegar a la orilla nos despojamos de la poca ropa que llevábamos encima y corrimos hacia el agua como posesos, chapoteando encantados de quitarnos de encima aquella pegajosa sensación. Cuando aún no llevábamos ni diez minutos bañándonos el cielo se cerró de pronto y comenzó a llover con aquella intensidad propia de finales de verano, cuando agosto parece anunciar que se acaba lo bueno y en pocos días tendremos que volver a la rutina. Mi primera intención fue salir del agua inmediatamente (de hecho es lo que hubieran hecho mis padres de haber estado allí conmigo) pero cuando lo propuse el resto de mis compañeros me miraron sorprendidos: ¿Qué problema había con que lloviera?¿Acaso no estábamos ya completamente mojados?¿Por qué teníamos que salir del agua?Evidentemente, no tenía ninguna intención de volver sola así que decidí quedarme y disfrutar del momento. Las enormes gotas caían cada vez con más insistencia, golpeando nuestros cuerpos con fuerza y el contraste del agua caliente del mar con el agua fría de la lluvia resultaba algo inquietante, igual que el color que había ido adquiriendo el mar, como si hubiera perdido toda la amabilidad. Sin embargo, estaba contenta de compartir aquel espacio de libertad con ellos, que dejarme llevar por la fuerza de la naturaleza en estado puro.

La playa se había quedado desierta, todos los bañistas que un rato antes abarrotaban la playa se habían marchado corriendo dejándonos solos, pero la lluvia aunque intensa se fue casi con la misma brusquedad con que había llegado, dejando paso a un nuevo día espléndido. Fuimos saliendo del agua y nos tumbamos en la arena directamente sin la comodidad de una toalla que nadie había recordado traer. Poco a poco aquella sensación de alborozo generalizado que había provocado minutos antes la lluvia fue decayendo y de nuevo Xavier adquirió protagonismo tomando la decisión de marchar, como corresponde a un hermano mayor. Entre algunas protestas de los más pequeños nos fuimos vistiendo y nos pusimos en camino. Cuando llevábamos sólo unos pasos noté la calidez de una mano que tomaba la mía con cariño y me sentí feliz.

Fuente foto 1: http://www.redturismo.com
Fuente foto 2: http://es.123rf.com

miércoles, 1 de mayo de 2013

VAMOS A LA CAMA

Todo el mundo recuerda con cariño cómo la Familia Telerín nos enviaba a dormir durante los años 60. Se ha quedado grabado en el imaginario colectivo tanto la canción como las imágenes de aquellos tiernos pequeñines que se cogían de la mano y arrastraban un osito de peluche para que los más menudos de la casa dejáramos de incordiar a la familia. Visto desde ahora, no dejaba de ser un favor importante el que hacía en aquella época Televisión Española con plena vocación de servicio público, pues facilitaba la tarea a los padres en uno de los momentos del día de mayor conflicto familiar, cuando los niños se rebelan con mayor vehemencia a los mandatos de los adultos.



Muchos años después apareció un personaje mucho más irreverente pero también más divertido que cantaba el grupo Siniestro Total y que supo establecer una total complicidad con todos los públicos de todas las edades: Casimiro era una especie de monstruo peludo que se quitaba los calcetines sin quitarse los zapatos, que a mí siempre me recordó muchísimo al Capitán Cavernícola, y que dió un paso más en la orientación al servicio público, porque no sólo nos enviaba a la cama a una hora razonable, sino que nos instaba a lavarnos los dientes antes de acostarnos.



Pero ¿Qué pasa con los personajes que cumplían el mismo cometido en los años 70? ¿Cómo es que nadie recuerda a los Televicentes? Quizá no estuvieron tanto tiempo en antena o quizá los personajes no "pegaron" tan fuerte como sus antecesores y predecesor, pero nadie recuerda a Don Pepino, el cantante trasnochado con su canotier, que se enfrentaba a un loro descarado con boina que revoloteaba por el escenario. También en esta entrega había una familia que cantaba una melodía y acababa bostezando en la litera mientras nos daban las buenas noches, y mi hermano, que era casi un bebé en aquella época se quedaba ensimismado ante la pantalla cada tarde-noche. Algo debe pasar con estos protagonistas para que hayan quedado relegados al olvido, porque ni siquiera él, que los adoraba, los recuerda ahora de mayor.

¿Quién sabe? Tal vez Don Pepino fue a parar al mismo sitio donde van a parar todos los personajes, películas, cuentos. canciones e historias que sólo yo recuerdo y que a veces me hacen pensar que debo ser de otro mundo. Menos mal que existe internet y otras persona que recuerdan las mismas extravagancias que yo y velan por mi salud mental. ¡Benditas "w"!



Fuente de imagen 1: http://sinalefa2.wordpress.com
Fuente de imagen 2: http://carta-de-ajuste.blogspot.com.es