sábado, 29 de septiembre de 2012

MI PRIMA NURIA Y SU TERMÓMETRO HIPPIE

Todos tenemos un familiar que nos marca durante la infancia porque ocupa un lugar destacado entre nuestros recuerdos especiales. No estoy hablando de la persona más querida (que en la mayoría de los casos será el padre o la madre, hermanos o abuelos), sino de alguien que, por sus características nos deja una huella imborrable en nuestra niñez. En mi caso es mi prima Nuria.

Casi 12 años mayor que yo se casó cuando todavía era una niña y quizás por eso todo en su casa era diferente a todas las casas que frecuentaba: moderna, informal, con muebles de aquella loca década de los 70 que hoy se encuentran bajo la etiqueta de "retro" y que han pasado a costar una burrada. Mi prima era una muchacha joven y guapa que vestía con pantalones de campana, camisas de mil colores y chaquetones con capucha.

De vez en cuando me venía a buscar a casa de mis padres y nos íbamos a pasear juntas: me daba una vuelta por algunas tiendas, me compraba un helado, pero yo estaba deseando que me llevara a su casa donde imaginaba que éramos madre e hija y todo se volvía maravilloso. Francamente, no consigo averiguar qué tenia de maravilloso ir a su casa porque siempre acababa sacando el polvo del mueble del comedor, pero creo que el encanto residía en que me hacía sentir un poco más libre que con mis padres, era una figura de autoridad que no ejercía como tal.


De entre todos los cachivaches que tenía en casa, había uno que me parecía apasionante: se llamaba el termómetro del amor. El artefacto era una especie de matraz de alquimista que iba repleto de un líquido de color azul (ahora he descubierto que se trataba de éter líquido) y que cuando notaba un aumento de la temperatura en la burbuja inferior subía por un espiral hasta la burbuja superior. Parece una tontería pero a una niña de seis años aquello era poco menos que magia de hada de cuento, así que en cuanto llegaba iba corriendo hacia donde sabía que estaba y aplicaba el calor de mis manitas hasta que el éter trepaba por el espiral hacia arriba.

Había varios objetos decorativos en esa época basados en la física, como la lámpara de lava o una lámpara formada por unos hilillos que acababan en puntitas de luz, todavía ahora puedo pasarme horas mirando cualquier aparatejo de estos como poseída por una fuerza sobrehumana.



En fin, como era de esperar, el termómetro del amor tuvo un final no demasiado feliz: la conjunción de objeto frágil con niña de seis años que lo manipula a menudo dio con el termómetro en el suelo y un disgusto espectacular de mi prima que, todavía ahora cuando nos vemos de vez en cuando, me recuerda cuánto le gustaba y qué mal le supo que lo rompiera.

Fuente foto 1: http://www.forodkn.com
Fuente foto 2: http://regaloespecialparati.blogspot.com.es
Fuente foto 3: http://www.decoraciondeinteriores10.com
Fuente foto 4: http://www.tucotillon.com

domingo, 23 de septiembre de 2012

UN CAPITÁN DE MADERA

El tocadiscos de mi casa era un armatoste Cosmo de color verde formado por una tapa donde se albergaba el altavoz y un plato con una aguja tan deteriorada que, para que no rayara los vinilos, se sujetaba con un mondadientes.

Yo comía todos los días con el acompañamiento sonoro de un cuento que mi madre "pinchaba" en el tocadiscos. Normalmente se trataba de un relato de los clásicos infantiles versionados por Disney que avisaba que debíamos girar la página del cuento con la campanilla del hada de Peter Pan.

Pero no siempre era así: algunas veces pedía que me pusieran una canción que me encantaba, y que interpretaba un grupo llamado "La Pandilla"; la canción en cuestión era "Capitán de Madera": desde el momento en que comenzaba a sonar, yo hundía la cuchara en el plato humeante y me dejaba llevar por la musiquilla. La necesidad de repetir dos o tres veces en cada comida la audición y las malas condiciones del tocadiscos provocaron la inevitable catástrofe, y un día el vinilo se rayó. Empecé a llorar con tal desconsuelo que mi madre lo escondió y estuve sin volver a verlo durante bastante tiempo.


Revolviendo entre armarios, de vez en cuando lo recuperaba y le suplicaba a mi madre que volviera a probar a ver si esta vez se escuchaba bien, confiando en esa magia maravillosa en que creen los niños, y que esperan que las cosas se solucionen sólo con desearlo. Pero como el pensamiento mágico sólo existe en algunos cuentos y películas, tuve que acostumbrarme a comer en ausencia del capitán de madera y su pandilla y nunca más volví a escucharlos hasta que aparecieron las primeras páginas donde descargar música. Como siempre, internet me demostró que había más gente que recordaba con cariño aquella época entrañable. Y me sorprendió muchísimo que la canción fuera un villancico.

Todavía ahora cuando la escucho, me vuelvo a ver delante del plato de sopa en el soleado comedor de la casa de mis padres, siguiendo el ritmo con los piececitos de aquel entrañable "capitán de madera".

Fuente de la fotografía: http://www.todocoleccion.net

domingo, 16 de septiembre de 2012

LA LUNA ES UN GLOBO QUE SE ME ESCAPÓ

Con el inicio de curso escolar llegaba la normalidad en los horarios, en la dieta, en las rutinas y esto se acompaña siempre de la programación de televisión: uno de mis preferidos era "Un globo, dos globos, tres globos" aunque debo confesar que apenas recuerdo su contenido. Tengo claro que en aquel programa participaba nuestra adorada Mª Luisa Seco, pero no me viene a la memoria ni una sola historia de las que se contaban en el programa. A Mª Luisa la recuerdo mucho más de darle órdenes a Luis Ricardo o de participar en "La Mansión de los Plaff", pero no de los globos.

Sin embargo, tengo muy presente su sintonía, acompañada de aquellos entrañables dibujos animados donde, al final, aparecía un grupo de niños cada uno de ellos con un globo en la mano. Uno por uno iba desapareciendo porque los globos se iban volando, y yo jugaba cada día a poner el dedito sobre la pantalla de televisión para adivinar cuál era el que se quedaba hasta el final. Husmeando un poco por internet he descubierto dos cosas: la primera, que el grupo que cantaba esta sintonía se llamaba "Los Albas"; y la segunda me ayuda a confirmar que mi recuerdo de infancia no es una invención. Me explicaré.

Existen dos versiones de esta canción: la primera era algo más ñoña, más cursi... y que debo confesar que siempre fue mi preferida. Me ha costado muchísimo encontrarla y ya pensaba que era algo que me había imaginado de pequeña, aunque soy capaz de tararear las dos versiones sin confundirlas.



Todavía me acuerdo de cómo me quedé el primer día que escuché la otra versión más fresca, más desenfadada, más "folk". Miré a mi madre indignadísima y le pregunté por qué habían cambiado la canción de mi programa favorito (nadie me  había consultado, ¡qué falta de consideración!) y ella, que debía tener miles de cosas en qué pensar y que no se había dado cuenta, seguro, me dijo que no había cambiado, que era la de siempre, y que dejara de enredar. Confieso que a partir de aquel día me sentaba ante el televisor albergando la esperanza de que hubieran reconsiderado el tema y repusieran la versión original, pero no hubo suerte.



Igual que me pasó con el cuento de Nils Karlson, me alegro de que la red exista y me ayude a corroborar que no fui la única que lo percibió.

Pues eso, que la Tierra es un globo donde vivo yo y que nunca hubiera imaginado que este programa se emitía en color, porque en mi casa la primera televisión en color llego con el nacimiento de mi hermano, alla por el 76. Seguramente si lo hubiera visto en color ahora no tendría ese valor tan entrañable. Me parece percibir el sabor del "Bucanero" en la boca mientras pongo el dedito en la pantalla del ordenador para adivinar qué globo quedará el último (que, por cierto, no se ve hasta el final, jeje).

martes, 11 de septiembre de 2012

TARDES DE SESIÓN CONTINUA

El cine de mi infancia es de sesión continua. Un domingo cualquiera, sin previo aviso, mis padres nos anunciaban que nos íbamos al cine y no importaba qué película íbamos a ver, porque yo corría a vestirme para poder salir disparada  hacia ese mundo de fantasía que nos proporcionaba la sesión doble de películas: llegaras a la hora que llegaras, la compra de la entrada permitía ver la película previa y la película "estrella" por la que habíamos ido ese día al cine. Las dos eran de reestreno, y podía tratarse de Mary Poppins (una de mis preferidas), "Peter Pan", "El libro de la selva", etc. El encanto de la sesión continua era que podías repetir tantas veces como quisieras la proyección, hasta aburrirte.


Lo curioso del caso es que, igual que sucede con antiguos discos single de vinilo, a veces la cara B superaba con el tiempo la cara A, y yo guardo un entrañable recuerdo de las películas de la factoría Disney que servían de relleno a las de primera fila: me encantaba "La montaña Embrujada", que contaba la historia de dos hermanos extraterrestres; las diferentes entregas de Herbie, el coche más humano y divertido de los años setenta; y, la mejor para mí, "El hijo de la jungla", con Nanu como un Tarzán de nueva generación que se presenta a unas competiciones de atletismo y está a punto de perderlas por el influjo del Vudú.






No recuerdo que hubiera palomitas, porque tanto el cine Galileo como el cine Liceo de Barcelona siempre tuvieron aquel olor inconfundible de algo viejo pero con encanto, como cuando destapamos una caja antigua y el aire se inunda de la esencia de los objetos que habitan en ella desde hace años. Si algún día se comercializan estos aromas, espero comprarlos online en cajas de mayorista.

Fuente imagen 1: http://leelibros.com
Fuente imagen 2: http://www.divxonline.info

sábado, 8 de septiembre de 2012

UNOS ZUECOS PARA LA NOCHE DE SAN JUAN





Durante muchos años mi único calzado fueron las botas ortopédicas más horrorosas e incómodas que se puedan imaginar. Tenía los pies planos y hasta una determinada edad sólo me calzaba con estas botas hasta el tobillo que apretaban como demonios. A partir de los 9 o 10 años pude empezar a alternarlas con las llamadas "Merceditas": unos zapatos también horrorosos pero mucho más relajantes que las botas. Las plantillas con que se corregía la malformación de mis pies impedían que pudiera llevar otro tipo de zapato sin sujeción posterior.


Yo iba por la calle y no hacía más que mirar los pies de las demás niñas tan libres, tan felices, tan preciosos, tan estupendos, mientras los míos seguían atrapados en la rectitud de mi madre, que se había comprometido con la ortopeda a no dejarme llevar ningún otro zapato y cumplía a rajatabla las condiciones del secuestro de mis pies que, por su parte, ya alcanzaban el número 36.


Adoraba los pies desnudos retozando al aire en la playa, adoraba las uñas pintadas asomándose descaradas desde un zapato descubierto, adoraba el sonido de las chanclas golpeando el talón al caminar...

Una víspera de San Juan mis padres me llevaron a comprar unos zapatos. Mentiría si dijera que recuerdo cuántos años tenía exactamente pero deberían ser 10 o 11. Entramos en una zapatería y pidieron a la dependienta que sacara unos zuecos de mi número. ¡No me lo podía creer! ¿Iban a ser para mí? Mientras esperábamos que volviera la dependienta (¡Por favor, que no se hayan agotado, que tengan mi número!) mis padres me contaron que la ortopeda había hablado durante la última revisión con ellos y había autorizado la compra de unos zuecos, siempre que tuvieran la planta anatómica de madera y que no me los pusiera cada día.


Todavía recuerdo el placer indescriptible de mis dedos cuando apreciaron el tacto del calzado y cómo me encantó el sonido de mis plantas del pie entrechocando con la superficie de madera.

Fue una noche de San Juan muy especial, yo sentí que me había hecho mayor y que mis pies estaban comenzando a liberarse. Cuando llegaron mis primos, con quienes siempre compartíamos aquella festividad, no entendieron aquella sonrisa tonta en los ojos, en la boca y, seguramente, en los deditos de los pies.

Fuente imagen 1: http://zapatosortopedicos.es
Fuente imagen 2: http://www.ninnos.com
Fuente imagen 3: mis propios pies
Fuente imagen 4: http://www.innatia.es

miércoles, 5 de septiembre de 2012

MIS CHAPAS DE GASEOSA STEL


Cuando llegaba del colegio a mediodía (nunca me quedé a comedor, siempre tuve a mi abuela Isabel que me preparaba la comida) tenía costumbre de ir corriendo a buscar mi tesoro más preciado: en un bote de hojalata guardaba decenas de chapas de gaseosa Stel (en mi casa se tomaba gaseosa cada día del mundo y no se conocía "La Casera", quizá por localización geográfica); sin ningún tipo de miramiento, las esparcía por el suelo y me podía pasar horas contemplándolas, clasificándolas en función de su curvatura, su antigüedad, su nivel de erosión por el paso del tiempo... Era mi mayor entretenimiento mientras mi "yaya" ponía la mesa y acababa de calentar la comida.

No sé qué pasó un día pero debió ser de órdago porque mi abuela se enfureció y me amenazó con que o le hacía caso, o me tiraba todas las chapas de gaseosa a la basura. Evidentemente, yo no le creí. Tampoco recuerdo qué hice en aquel momento para aumentar su cabreo, pero sí tengo claro cuál fue la consecuencia: volvió a meter todas las chapas que estaban esparcidas por el suelo en el bote de hojalata y las tiró a la basura. Ni siquiera en este punto me la creí del todo, porque estaba convencida que ella era consciente de la pasión que yo sentía por aquellos objetos sin valor.




Nunca más las volví a ver; después de un disgusto monumental mi madre consiguió consolarme diciendo que en poco tiempo volvería a atesorar la misma cantidad de chapas que había tenido entonces. Fue imposible. Volví muchas veces a buscar al cubo de la basura pero no las encontré. Y de vez en cuando rebuscaba por los cajones del armario de mi abuela por si había querido hacer una broma (pesada, eso sí) y las había escondido.

Todavía ahora, cuando voy a casa de mis padres y abro el armario de la cocina donde estaba el bote de hojalata lo busco a hurtadillas, cuando nadie me mira, en el rincón donde estuvieron alojadas la última vez...


Fuente de la imagen 1: http://www.todocoleccion.net
Fuente de la imagen 2: http://chapas2.webcindario.com


martes, 4 de septiembre de 2012

EL DÍA QUE MURIÓ FRANCO

El 20 de noviembre de 1975 nadie tenía muy claro lo que pasaba en este país, ni suponía lo que iba a pasar en adelante. Yo, que en aquel entonces tenía 6 años, interpreté por las imágenes de la televisión que aquel abuelete que era el portero de una casa que visitaba mucha gente, se había muerto (¡Santa Inocencia, era el portero de la Muerte!). Todos los días lo había visto en la televisión saludando a los recién llegados, muy puesto él, y nada me hacía sospechar el tipo de personaje que se escondía tras su frágil apariencia.

Cuando el entonces presidente del gobierno, Arias Navarro, salió dando la noticia desconsolado, no pude por menos que solidarizarme con aquel pobre hombre y echar un par de lagrimillas. Al cabo de un momento se me pasó el disgusto, qué narices, a mí me importaba si se moría el Payaso Fofo, pero ¿Franco? ¿En qué circo actuaba?



Fuente: http://www.benitomovieposter.com
Evidentemente, no fuimos al colegio, y las cosas de la cadena única nos llevo a que, al día siguiente, todos los niños del país habíamos visto la misma programación. Entre tanto llanto y tanta imagen de muertos, hubo algún momento para el respiro, y uno de ellos lo protagonizó Danny Kaye con la película "El asombro de Brooklyn". Narraba la historia de un lechero que, por casualidad, se convierte en boxeador de la noche a la mañana. Entre sus escenas, una que destacó   sobre las demás por su contenido: el protagonista aprendió a golpear gracias a que le enseñaron a seguir el ritmo del "Danubio Azul" con los puños.

Durante meses (casi diría años) algunos niños en el patio fueron vapuleados a ritmo de vals gracias a que compartimos el mismo recuerdo azul de un día gris que todos guardamos con cierta nostalgia, no por lo que fue, sino por lo que éramos nosotros.

domingo, 2 de septiembre de 2012

LOS ANILLOS DEL TERROR DE PATATAS MATUTANO

La memoria es caprichosa: de vez en cuando se empeña en que recordemos hechos que, por su singularidad, se nos queda atrapados en el cerebro y aparecen y reaparecen con cierta frecuencia, dejándonos un cierto sabor a nostalgia en el pensamiento.

Fuente: http://leerloparacreerlo.blogspot.com.es
Una de estas situaciones es el día que me tocaron dos anillos del terror en una bolsa de patatas Matutano. Y la situación era particular por varios motivos: primero porque nunca me compraban patatas Matutano y no logro comprender qué sucedió ese día para que fuera una excepción en este sentido; segundo, porque no conocía a nadie que hubiera tenido tanta suerte como yo, que le hubieran tocado DOS anillos (no uno, no, ¡DOS!) de esa maravillosa colección de los años 80; y la tercera particularidad era el escenario: estaba a punto de hacer la Primera Comunión y me encaminaba al Monasterio de Pedralbes para ensayar la ceremonia unos días antes de tan señalada circunstancia.

Fuente: http://themysticbubble.blogspot.com.es

Recuerdo con extrema precisión mi mano adornada con los dos anillos monstruosos, uno amarillo y el otro morado, que rondaron por los cajones de mi casa hasta que, como siempre, mi madre terminara por enviarlos a la basura en un ataque de limpieza. He visto que hoy en día estos anillos alcanzan precios exorbitantes, y es que, como decía en otra entrada, internet nos demuestra que nuestros recuerdos son menos excepcionales de lo que a veces creemos.

No sé si exagero cuando digo que ese día fue uno de los más felices de mi niñez pero sí estoy segura de que es uno de los que más me vienen a la memoria. Quizá los anillos, además de terroríficos, tenían algún poder mágico que insuflaba felicidad a quien se los pusiera...

sábado, 1 de septiembre de 2012

¿QUÉ FUE DE SARAH KAY?


Un año, al inicio de curso, nuestras carpetas, estuches, carteras y demás materiales escolares se vieron inundados de pronto por unos dibujos campestres y ñoños a partes iguales: se trataba de las insufribles ilustraciones de una dibujante llamada Sarah Kay, una australiana que pasó a formar parte de nuestras vidas de la noche a la mañana.


Hacía tiempo que no veía una de sus ilustraciones y albergaba la esperanza de que el tiempo y la distancia me hicieran mirarlas con otros ojos y se me erizaran los vellos al transportarme a mi preadolescencia.... Nada de esto ha ocurrido: me siguen pareciendo unos dibujos irreales que idealizan la infancia, la adolescencia, el amor y el mundo en el campo como si fueran la panacea, pensados para niñas (nunca niños, está claro) que no tenían demasiadas aspiraciones en esta vida.

Suficiente dosis de ñoñez rural teníamos con ver cada fin de semana las andanzas de la familia Ingalls en "La casa de la pradera" para que encima este estilo de vida nos invadiera las aulas.




Cuando escucho la sintonía todavía me parece estar engullendo a toda prisa la comida del domingo para sentarme en un buen lugar en el sofá (toda la familia tenía este programa como serie de culto, aunque parezca mentira) y asistíamos emocionadísimos a las desgracias de los pobres campesinos que padecían semana tras semana las desventuras más insólitas que pudiéramos imaginar.

Visto (y recordado) lo uno y lo otro, no me extraña que hoy en día todavía nos sorprendan algunas programaciones actuales... Somos una generación criada a golpe de lágrima y candidez, sin opción a cambiar de cadena (¿alguien recuerda algún programa de la UHF?) y con poca educación crítica. Hasta que llegó Alaska y "la Bola de Cristal", claro... Pero eso será otro día.

Fuente de la foto: pinterest