domingo, 10 de febrero de 2013

EL SÁBADO, MERCADO

Cuando el sábado por la mañana mi madre me despertaba muy temprano no podía comprender para qué servía el fin de semana. Si no se podía dormir hasta tarde, o al menos remolonear en la cama sin dormir ¿Para qué servía que llegara el sábado? En mi casa este día iba destinado a la compra y la limpieza semanal, y si queríamos que cundiera la mañana había que empezar pronto. Así que me hacían saltar de la cama cuando todavía no había salido el sol, entre protestas, quejas y más quejas.

Salíamos a la calle con un frío de aúpa, pertrechadas con el carro de la compra, el abrigo, la bufanda, y con paso firme nos dirigíamos al mercado que en aquellos momentos ocuparan las preferencias de mi madre. Y es que ella, como cocinera exigente que buscaba el mejor producto cambiaba a menudo de mercado: mi padre y yo hemos recorrido junto a ella casi todos los mercados de Barcelona, en función de si ahora el pescado más fresco estaba en un barrio o en otro. Siempre le encantó la Boquería pero la distancia de casa era un inconveniente, sobre todo teniendo en cuenta que mi madre compraba cantidades importantes de comida y carretear la compra de una familia para una semana por el metro no era la opción más cómoda.

Al final, casi siempre acabábamos en el Mercado de Les Corts. Allí había un par de paradas que hacían las delicias de mi madre y que acababan decantando la balanza frente a otras alternativas. Una de ellas era la parada de verduras, porque los productos eran del propio agricultor de El Prat, y eso a mi madre le robaba el corazón: las alcachofas, los pimientos, las coliflores, las habas, descansaban con esplendor en las estanterías. Íbamos llenando los capazos, las bolsas y el carrito de la compra hasta el límite de productos fresquísimos que todavía conservaban aquel olor indescriptible de recién cortados.

La otra parada siempre era la última: el pescado debía comprarse al final, porque así evitábamos que se quedara debajo, sepultado entre los paquetes de fruta o verdura más pesada, y porque siempre se deja lo mejor para el final, como quien se deleita con un postre delicado. Mi madre adoraba el pescado, y yo también disfrutaba muchísimo viendo cómo trabajaban las pescaderas: el cariño con que escogían la pieza para mostrarla al cliente, la habilidad con que cortaban y escamaban, el mimo con que depositaban los pedazos ya cortados en un basto papel... Entre todas las pescaderas había una que me tenía robado el corazón. La señora Angelina era una mujer canosa, siempre con una sonrisa en la boca, que llevaba el peso de muchos días y muchas noches de mercado en su cuerpo. Las manos estaban quemadas por tocar constantemente el hielo y la voz se quebraba mientras anunciaba el género. La merluza, las pelayas, los mejillones, el rape brillaban bajo los focos de la parada mientras ella cantaba sus excelencias a la clientela.



Como buena clienta que era, cuando mi madre le pedía algo que la señora Angelina consideraba que no estaba a la altura le hacía un gesto casi imperceptible con la cabeza y mi madre cambiaba de opción. Al final, nos alargaba el paquete y la cuenta, siempre escrita con un trozo de carboncillo de color azul sobre el mismo papel de envolver el pescado y a mí, tuviera la edad que tuviera, siempre me metía una gamba salada en una bolsa hinchada, como si fuera una pecera. Y yo, durante unos segundos, siempre dudaba si la gamba volvería a la vida dentro de aquella burbuja de aire maravilloso que le había insuflado la Señora Angelina, la reina de las pescaderas.

Fuente imagen 1: http://www.taullorganics.com
Fuente imagen 2: http://www.mercatdelescorts.com

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