domingo, 31 de marzo de 2013

EL FESTIVAL DE EUROVISIÓN

Cuando yo era pequeña el Festival de Eurovisión era un acontecimiento importante para todos los "españolitos", hasta el punto que esperábamos con ilusión que llegara el día para poder festejar algún éxito que nos elevara el espíritu patriótico. Unas semanas antes ya aparecía el representante de RTVE en una especie de "videoclip" de la época (en aquella época, los "videoclip" se llamaban "Minutos Musicales" y sólo aparecían cuando se producía un problema en la emisión hasta que volvía a restablecerse la señal) donde el o la cantante intentaban lucirse al máximo y contagiarnos de entusiasmo mientras nos hacían aprender la canción candidata. En el colegio, los niños y las niñas tarareábamos sin cesar el tema en cuestión hasta que llegaba el ansiado día. Recuerdo, siendo muy niña, a Sergio y Estíbaliz cantando "Tú volverás" o de más mayor, a José Vélez o a Micky representando a España.


Hubo un día memorable: aquel sábado mis padres decidieron empapelar la casa (de hecho lo decidió mi madre; en las cuestiones de decoración, mi padre sólo cumplía órdenes). Muy de mañana toda la familia se posicionó alrededor de la tarea asignada en el grupo de trabajo y pronto todos estuvimos atrapados por nuestros quehaceres. En aquella época, finales de los 70, el papel con el que se empapelaban todas las casas era de motivos florales, concretamente unos floripondios tremendos que a mi padre le costaban Dios y ayuda casar unos con otros. Con su eterno cigarrillo en la comisura de los labios, no se cansaba de repetir que el papel liso era muy sencillo de poner, y en cambio, aquél que tanto había gustado a mi madre en la tienda, se había convertido en una auténtica pesadilla psicodélica en rosa y verde.

Mientras tanto, yo me encargaba de extender el engrudo de la cola sobre el papel, y ayudar después sujetando para que mi padre pudiera colocarlo correctamente en la pared junto al resto de decorado. Era una tarea maravillosa, casi de tanta responsabilidad como la de cualquier persona mayor, y mover aquella masa viscosa y ponerme perdida sin que nadie me regañara me hizo olvidar de que aquel día era el del Festival de Eurovisión. Cuando sobre las 21h mi madre lo mencionó mientras todavía acababa de colocar los últimos muebles en el comedor, al tiempo que mi padre recortaba los sobrantes con una cuchilla de afeitar yo no podía creer que se me hubiera pasado el tiempo tan rápidamente, casi sin darme cuenta, cuando aquel día transcurría normalmente cargado de nervios hasta el momento de la retransmisión.

Cuando finalmente estaba todo recogido en casa y mi madre empezaba a preparar la cena en la cocina, sonó la inconfundible sintonía de Eurovisión, y empezó a invadirme una especie de orgullo patrio que, como cada año, me duraba toda la retransmisión e incluso toda la semana. En aquella época, España no aspiraba a ganar ni competiciones deportivas ni ningún otro certamen que nos diera victorias, así que un concurso de canciones era el evento ideal para sentirnos menos mediocres como país. El año en cuestión nuestra representante era Betty Missiego, una señora con un "look" tremendamente trasnochado, con un moño imposible que estuvo de moda en la época de Fernando VII, y que movía sus larguísimos brazos bajo una túnica celeste que bien podría haber llevado otro cantante famosísimo de la época, el imborrable Demis Roussos.





En aquella edición hubo una circunstancia especialmente dolorosa: España estuvo a punto de ganar, pero nuestras esperanzas se vieron truncadas en el último momento, cuando el jurado español concedió "Twelve points" a Israel, el segundo país clasificado, haciendo que se alzara con la victoria por un punto de diferencia. La canción "Halellujah" nos arrebató en el último momento nuestras opciones al triunfo, después de haber tenido en nuestras manos el orgullo de ganar en algo, aunque fuera una triste festival de televisión europeo. Agotada como estaba después de un arduo día de trabajo me eché a llorar sin consuelo, gritando que no había derecho, que los españoles éramos tontos por dar los puntos a un país que nos podía ganar (cualquiera me explicaba que los puntos estaban ya concedidos de antemano) y que no entendía por qué Israel, si no era europeo, tenía que competir en este concurso, que no había derecho. Mi padre, que era el menos interesado en el asunto, intentó explicarme que lo de menos era la canción, que en aquel concurso había muchos intereses políticos y que no debía preocuparme por cosas tan poco importantes como aquellas. Imagino que el pobre no quiso entrar en más detalles sobre el por qué Israel participa todavía hoy en día en competiciones europeas como Eurovisión o la Euroliga de Baloncesto... Bastante disgusto tenía yo entonces como para que me contaran que la mitad del universo conocido depende económicamente de este pequeño país que me hizo llorar una noche en 1979.

En definitiva, que los días fueron pasando y con ellos los años, pero todos los días que el papel pintado estuvo adornando el salón comedor de casa de mis padres sirvieron para recordarme una derrota comparable a la que sufrió Napoleón en Waterloo. Sólo cuando mucho tiempo después los floripondios rosas y verdes fueron substituidos por un discreto papel color azul celeste pude olvidar aquella amarga noche de desengaños festivaleros.

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domingo, 24 de marzo de 2013

EL DÍA DE LA PALMA

Si aún tuviera siete años, hoy sería uno de los días más importantes de año. Por tradición, el domingo de Ramos era el día en que en mi casa se estrenaba la ropa de primavera y aunque fuera con una obligada rebeca (en la mayoría de las ocasiones la temperatura no daba para muchas más alegrías) era el momento de ponerse de manga corta por primera vez en toda la temporada. Por fin, aquellas mangas largas en las camisetas que nos habían acompañado durante todo el larguísimo invierno iban a desaparecer para liberar los bracitos que se descubrían  felices y blancuzcos después de meses de permanecer escondidos.

El día de la palma era un poco el que determinaba las tendencias en cuanto a colores y estilos de aquella temporada primavera-invierno, aunque con frecuencia aquello era lo que imponían los grandes almacenes y después la gente hacía lo que le daba la gana. Me acuerdo especialmente de un año en que marcó la tendencia el color turquesa y los bolsos y zapatos plateados, y allí me plantaron una camisa con motivos en azul turquesa (mi madre dice que es verde turquesa, yo siempre lo veo azul) y un espeluznante bolso plateado con un acabado acolchado que todavía me produce pesadillas cuando lo recuerdo.

Lo que sí tocaba todos los años eran los calcetines calados, que parecían diseñados por un auténtico sádico. Además de ser horrorosos, la goma elástica apretaba para evitar que se deslizara pantorrilla abajo, y a ello se añadía un problema personal: como ya he comentado en otra entrada, mis pies planos me obligaban a llevar zapatos desafortunados por lo que respecta a la estética, que en numerosas ocasiones, además, me iban algo pequeños. Tengo que reconocer que siempre he sido de pie generoso y encontrar zapatos de mi número no era sencillo. Así que el caladito se me iba clavando en el pobre pie aprisionado hasta casi convertirse en un tormento de Jueves Santo más que de Domingo de Ramos.


Para compensar, algo que me encantaba de este día era el rosario de azúcar que colocábamos en la palma para bendecir, y que acababa siempre en el suelo cuando el cura daba la orden para que la achucháramos contra el suelo. Nunca entendí ni qué decía el cura en aquel momento ni me importó demasiado, pero sí recuerdo que pasaba un mal rato esperando ese momento en que sabía de antemano que todas las chucherías que llevaba colgada mi palma irían a parar al suelo y ya no querría comérmelas.


Después de una mañana cargada de emociones como esta, nos esperaba una semana cargada de películas de romanos, sentados todos frente a la televisión comiendo pipas, viendo las mismas películas con los mismos desenlaces ya conocidos, pero que nos mantenían enganchados al sofá en unos días, durante mi niñez, en que bien pocas cosas se podían hacer además de ver procesiones o visitar iglesias. Mi preferida sigue siendo "Ben Hur" porque no es una película al uso de la vida de Jesucristo, sino una especie de cuento donde hay malos muy malos y buenos que consiguen vengarse. Y ni que decir tiene que cuando descubrí "Godspell" en una mañana de teatro con el colegio me quedé prendada de su espíritu revolucionario. Nada volvió a ser lo mismo después de "Godspell" y "Jesucristo Superstar"... Afortunadamente.





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domingo, 17 de marzo de 2013

LA MAGIA DE LA CINTA DE CASSETTE

Como todo lo que desaparece de nuestras vidas, la cinta de cassette ha pasado a ser un elemento de culto. El acceso a la música a través de internet ha cambiado completamente el valor que tenía antaño escuchar la canción que nos gustaba sólo si teníamos el disco o si nuestra cadena radiofónica preferida se dignaba a "pincharla". El cassette tenía además la posibilidad de grabar partes de nuestra vida o incluso las canciones que radiaban en las emisoras de moda.

Cuando llegó a mi casa el radiocassette yo tenía cinco o seis años: un verano mis padres se gastaron 5200 pesetas de aquella época en un dispendio sin precedentes. De aquel día conservamos todavía en casa una cinta grabada que he escuchados tantas veces que todavía la recuerdo casi por completo; como merecía la ocasión, nos pasamos todo el día haciendo pruebas, los mayores diciendo frases graciosas, y los niños cantando melodías de la época intentando emular grandes artistas.  Guardamos también dos pedazos de canciones de la época: "Tómame o déjame" de Mocedades y "A whiter shade of pale" de Procol Harum que quedaron inmortalizados entre las voces del vendedor que nos daba instrucciones para que nos familiarizáramos con el aparato.



Hay que decir que esta actividad duró meses y meses y fue el  máximo divertimento de grandes y pequeños. Quedaron registradas las voces incluso de mis abuelos. Estoy encantada de que esta cinta sobreviviera a mi adolescencia, porque durante esa época "machaqué" literalmente casi todas las cintas vírgenes existentes en mi casa en un afán irreprimible de grabar todas mis canciones preferidas de la radio. Destruí también algunas cintas de artistas que habían dejado de interesarme con el viejo truco de la cinta adhesiva en las perforaciones para poder grabar encima de ellas, como las de Enrique y Ana que en otro tiempo habían sido mi mayor objeto de deseo. Mi mayor afición durante mucho tiempo fue escuchar la radio con los dos dedos índices preparados sobre los botones del "play" y del "rec" esperando que sonara mi canción favorita del momento y rezando para que el locutor de turno no la destrozara demasiado pronto con sus absurdos comentarios. Cuando la cosa fue modernizándose y aparecieron los "walkman" los adolescentes inventamos uno de los primeros métodos de ahorro de energía, aprendiendo a rebobinar con un bolígrafo Bic para evitar gastar las pilas. Fue uno de estos descubrimientos de la sabiduría popular que tiene mucho mérito que en una época sin internet como aquella corriera como la pólvora y fuera adoptada por toda una generación.

Las cintas guardan un encanto especial por muchas de sus características (ya he dicho que cuando un objeto deja de usarse aparece una tropa de fans fetichistas que se emocionan con cualquier cosa que se relacione con él). Su olor, por ejemplo, es inolvidable: en mi casa, las guardábamos en diferentes cajones excepto algunas privilegiadas que estaban siempre en una maleta negra forrada por dentro con terciopelo rojo; todavía recuerdo el olor que desprendían cuando la abríamos los sábados de verano, mientras nos bañábamos en una balsa en la terraza para intentar soportar el bochorno de Barcelona a ritmo de "Para piel de manzana" de Joan Manel Serrat. El agua se reflejaba en la pared marrón y yo me quedaba ensimismada, un poco aturdida por el calor del sol, mirando cómo iban cambiando las figuras a medida que movíamos el agua con nuestros chapoteos.

¿Y qué decir que esos momentos castróficos en que se enredaba inexorablemente al reproductor hasta que había que romperla para poder liberarla? Después aquellas madejas de cinta marrón que tirábamos a la basura aparecían en las cunetas de la carretera, o volando al viento enganchadas en las ramas de los árboles poniendo un punto y final de lo más poético a su vida útil.

Poco a poco el CD fue substituyendo los vinilos y las cintas de cassette, hasta el punto que hoy en día muchas casas las acumulamos a pesar de que ya no contamos con el reproductor para volver a escucharlas. Cuando pienso que no tiene sentido seguir guardándolas vuelvo a recordar aquellas voces registradas de los familiares que ya no están, aquellos momentos de mi infancia y adolescencia que tanto me conmueven y me reprimo de tirarlas a la basura; me convenzo a mi misma pensando que, al fin y al cabo, no me hace falta ese cajón que ahora están ocupando.

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martes, 12 de marzo de 2013

EL CANÓDROMO DIAGONAL

En verano, cuando acabábamos el colegio, mi abuelo paterno venía a buscarme a casa algunas tardes para llevarme a pasear. El "avi Felip" era un hombre taciturno, cargado de misterios e incertidumbres. Para empezar, todo el mundo le conocía como Felip cuando en realidad se llamaba Joan, y ahí empezaba su leyenda: durante la guerra, usurpó la identidad de un cuñado para evitar ir la frente, y de la noche a la mañana pasó de un nombre al otro hasta que nadie recordó el original. Parece que la estrategia no le funcionó del todo bien, porque siempre recuerdo que repetía un número en inglés que correspondía su número de prisionero cuando estuvo en el campo de concentración. No he llegado a averiguar en qué campo francés estuvo ni cómo volvió de allí, porque la familia de mi padre siempre ha sido de pocas explicaciones y aquel tema era algo que no se hablaba más que en voz baja cuando nadie escuchaba.

No sé si de aquella época o de cuando hizo el servicio militar, mi abuelo tenía un tatuaje en el antebrazo de muy mala calidad que representaba a una mujer desnuda. Cuando llevada por la curiosidad infantil le preguntaba por el dibujo, él siempre respondía lo mismo: "Això no es mira" ("Esto no se mira", ¡Como si fuera tan fàcil!) y a mi me seguía atrapando aquella imagen de tinta tan horrorosa que si no hubiera sido por el obscurantismo de mi abuelo no hubiera ocupado ni un segundo más de mis pensamientos.

Como decía, el "avi Felip" me venía a buscar a casa algunas tardes de verano con su boina negra protegiendo la incipiente calva, y me llevaba a pasear. Sólo en el momento en que me veía soltaba las manos entrelazadas en la espalda, y me preguntaba a dónde quería ir. En realidad se trataba de una pregunta retórica, porque él sabía de sobras que mi respuesta iba a ser siempre la misma, pero siempre acabábamos haciendo lo que él quería: mi destinación favorita era el canódromo Diagonal, en la Zona Universitaria, para poder ver cómo corrían los galgos tras la liebre de trapo. Ahora siento mucha vergüenza de reconocerlo, porque entiendo que se trataba de un espectáculo deplorable, pero en aquel momento para mí era la excursión compartida con mi abuelo más maravillosa que podía hacer una calurosa tarde de verano de Barcelona.

Si tenía suerte y mi abuelo estaba de acuerdo, nos dirigíamos a nuestro destino cogidos de la mano, mi abuelo siempre callado mirando al suelo (siempre se encontraba algo por la calle, gracias a esa perspectiva) y yo disfrutando del olor de su agua de colonia, atrapada en su mano rasposa agradeciendo cada uno de los pasos que dábamos juntos. Al llegar al canódromo me compraba una Fanta de naranja y se sentaba junto a mí en la grada, a la espera de la primera carrera. Cuando salían los galgos, me decía que me fijara atentamente en el perro que tuviera las patas más largas, porque ese iba a ser el ganador, y una vez habíamos consensuado quién creíamos que era el favorito, nos íbamos a la cola de las apuestas a sacar el boleto con nuestros vaticinios. Me parece que sólo una vez ganamos algo, pero eso no era lo importante. Lo importante es que aquel hombre callado y de pasado sombrío contaba conmigo para compartir algunas tardes de mi niñez, y aunque nunca hablábamos demasiado, nuestro lazo invisible nos permitía estar conectados por una especie de corriente mágica de cariño. Cuando me cansaba de mirar los perros correr tras la liebre de mentira me llevaba al "pinball" y jugaba algunas partidas hasta que me cansaba y me llevaba a casa de nuevo.

Algunas veces, a la altura de la Diagonal, cuando ya casi llegábamos a María Cristina, mi abuelo me decía con voz muy bajita: "Tira endavant tu soleta i ara t'agafo" ("adelántate un poco y ahora te alcanzo"). Obediente como yo era, empezaba a andar muy despacio mirando atrás sin parar por miedo a perderle de vista y muy intrigada por lo que fuera a hacer mi abuelo. Entonces él sacaba una bolsa de plástico del bolsillo de su americana, se agachaba ante cualquier parterre con flores, robaba impunemente uno de los geranios que había plantado el ayuntamiento (o petunia, o begonia, ...) lo metía en la bolsa y me alcanzaba con el botín ya camuflado.

Al llegar a casa mi abuelo le daba la bolsa a mi madre como obsequio, porque sabía que a ella siempre le han gustado mucho las plantas, mi madre le regañaba un poco por la travesura y los dos sonreían con complicidad cuando ella acababa aceptando el regalo. Entonces sacaba del bolsillo su monedero, donde siempre hubo un billete de 1000 pesetas de los de los reyes católicos muy bien doblado y que nunca en mi presencia cambió ni gastó, rebuscaba una moneda de cinco duros y me la alargaba con cariño mientras me decía "Té, perque et compris un mantecao". Aquello significaba no uno, si no muchos helados de la época, que seguro que rondaban el duro, y si no fuera porque nunca me han emocionado demasiado los helados y porque a los dos minutos ya no sabía donde estaba la moneda, me hubiera sentido la niña más afortunada del mundo. Sin embargo, yo tenía suficiente con acercarme para darle un beso en su recién afeitada mejilla que todavía olía a "Heno de Pravia" y oirle decir muy bajito que, como me había portado bien, me volvería a llevar consigo a ver los perros correr detrás de un trozo de trapo.

Fuente imagen 1: http://www.elmundo.es
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domingo, 10 de marzo de 2013

LOS VIERNES NOCHE CON "LA CLAVE"

Ayer estuve comiendo en un restaurante cuyas paredes están repletas de fotografías de grandes estrellas del cine. Sin ir más lejos compartí una pizza caprese con una Marilyn Monroe que miraba con ojillos algo famélicos mi plato desde su privilegiado puesto de observación. Mientras esperábamos que nos sirvieran, no pude evitar escuchar la conversación de la mesa vecina, una familia formada por unos padres y dos hijos que rondaban la adolescencia. Me llamó la atención, por un lado, el nivel de las conversaciones, cargadas de compromiso político, con un nivel de vocabulario muy por encima de lo normal, y los conocimientos cinéfilos de la chica, que debía rondar los 12 años. Hoy día es normal que los adolescentes hablen mal, escriban peor, se pasen el rato trasteando el móvil y sólo sepan responder quién es Justin Bieber. Cuando escuché a la joven "vecina de mesa" haciendo comentarios de calidad sobre Henry Fonda, Alfred Hitchcock o Katherine Hepburn pensé que había muerto por intoxicación de la pizza y estaba en el paraiso de los cinéfilos. La muchacha esgrimía unos conocimientos sobre clásicos del séptimo arte que ya los quisiera yo para mí, y hablaba de guionistas, productores y directores con un desparpajo digno de admirar.



Todo ello me hizo pensar sobre qué hace que un adolescente tome interés sobre el cine clásico en lugar de por otras memeces sin sentido. No me considero una cinéfila recalcitrante, aunque he pasado más de una tarde en la Filmoteca, adoro las películas antiguas en blanco y negro y guardo un recuerdo imborrable de algunos actores y actrices que me parecen insuperables. Sin embargo, sí creo que mi educación estuvo influenciada por algunas actitudes que sí favorecieron que me guste el cine: por un lado mi madre había sido una cinéfila apasionada de las sesiones continuas en los cines de barrio desde su más tierna infancia y todavía ahora recuerda con admirable exactitud el nombre de muchísimos actores y actrices que formaron parte de su educación recibida por la vida (que es la que realmente enseña). También recuerdo las clases de historia con el profesor Jaume,  mi heroe de la EGB, que nos introdujo en el cine de autor hablándonos de "El acorazado Potemkin", "Nosferatu", "El séptimo sello", y que nos premiaba con un punto positivo si íbamos a ver películas como "Fizcarraldo".

Sin embargo, hay otro detalle que aún me parece que contribuyó más a conocer este género y a amarlo y respetarlo como lo hago: los viernes por la noche, después de una semana trabajando, toda la familia celebraba el inicio del fin de semana y se sentaba frente al televisor a ver "La Clave" de José Luis Balbín. Aquel inolvidable programa constaba de la proyección de una película (que en realidad era una excusa) relacionada con el tema que se debatía después, con un montón de señores sesudos que opinaban sobre la pena de muerte, la brujería, el poder de los medios de comunicación... todo ello con un espíritu crítico que nos enseñaba a ver la película de otra manera, desde otro punto de vista.Y al mismo tiempo, y tanto o más importante aún, a ver la realidad con otros ojos, mucho más inteligentes. La música de la cabecera del programa era terrorífica, a mí me parecía que era el sonido que debían hacer gigantescas gotas de aceite cayendo sobre una superficie líquida, que lo envolvía todo, asfixiando por completo la atmósfera del programa, ya bastante enrarecida por el tabaco de pipa de Balbín y de todos los cigarrillos de los contertulianos.

Como siempre digo, internet lo tiene todo y he encontrado un listado de las películas que se proyectaron en tan maravilloso programa: guardo un especial recuerdo de "Ultimátum a la tierra" con las palabras en clave "Klatoo barada nicto", una Kim Novak guapísima protagonizando un baile muy sexy en "Picnic", la palabra "Rosebud" escrita en el trineo del "Ciudadano Kane" y que me quedé con las ganas de ver "La semilla del diablo" a pesar de lo aterrada que estuve durante meses sólo con el resumen que me hicieron después los compañeros de clase que sí pudieron verla.

Quizá esté equivocada, pero cuando dicen que tenemos la televisión que nos merecemos no me parece que los programadores de hoy en día estén haciendo todo lo posible por educar en calidad a los ciudadanos de este país. En una época en que salíamos de la más absoluta oscuridad la televisión pública apostó por programas que nos enseñaron a pensar por nosotros mismos, a degustar las obras de arte y a creernos que otro mundo era posible. No sé si la programación de los viernes de hoy día permitirá que eso ocurra en los niños y niñas que mañana decidirán con sus votos el futuro de este país.

Os dejo la sintonía para que se os vuelvan a poner los pelos como escarpias.


Fuente de imagen 1: http://www.rtve.es
Fuente de imagen 2: thecinemalights.blogspot.com.es