martes, 5 de agosto de 2014

ESCUELA DE CALOR

Debo decir que así como toda mi educación primaria fue impecable, cuando llegó el instituto la cosa cambió radicalmente: con la llegada de la adolescencia, mi interés por los libros cayó en picado, así que pasé muchas horas de estudio en verano, de recuperación y de malas caras en mi casa.

Así que creo que aquel día habían acabado las clases (debía ser principios de julio) y estábamos en los exámenes de recuperación. Aquel fue un verano especialmente caluroso, de un bochorno insufrible. Si hubiera seguido siendo la alumna modelo que era en mis primeros años, mi madre me hubiera enviado a casa de mi tía a veranear, hasta el momento en que se añadía el resto de la familia, ya en agosto. Pero como no era el caso me tocaba pasarlo, fastidiadísima, en mi ciudad.

Mi instituto estaba en la zona alta de Barcelona, aunque fuera un instituto público. El metro acercaba pero después debía subir una cuesta interminable, en invierno con el frío y la lluvia y en verano con el calor insoportable. El instituto quedaba justo al final de aquella interminable Avda González Tablas, justo al lado del parque Cervantes. Como aquella era una zona de gente pudiente y clases altas, allí vivían militares, monjas e hijos de papá, y los hijos de la clase trabajadora que cada día iba y venía por la zona seguramente no hacía otra cosa que molestarles.

¿Por qué escribo todo esto? Como siempre, porque la memoria es caprichosa y recuerdo pocas cosas de los dos años que pasé estudiando en aquel instituto, pero si algo me recuerda al verano es ese fragmento que mi cerebro se entesta en repetir incansable cada vez que escucho la canción de Radio Futura que da título a este post: bajábamos la calle bajo un sol de justicia; casi al final de la avenida, a mano derecha, escuchábamos el rumor de un aspersor que mitigaba la sequía pertinaz de julio en el césped de la zona ajardinada de los edificios. A lo lejos, un grupo de voces jóvenes (podían ser niños o adolescentes) gritaban alegremente coincidiendo con el chapoteo de sus cuerpos en la piscina privada. Mi amiga Núria y yo nos miramos con complicidad. Hubiéramos dado cualquier cosa por poder entrar en aquella finca infranqueable y zambullirnos en el agua. Pero aquel no era nuestro ambiente ni nuestro verano, nosotras éramos hijas de trabajadores que volvíamos a casa en un barrio de clase media de la ciudad y ni por asomo teníamos una piscina privada a nuestra disposición. Las chicas y chicos con que después nos mezclábamos en las zonas de moda de Barcelona lucían un bronceado envidiable desde principios de junio gracias a horas y horas en aquellas piscinas privadas que nos estaban vedadas.

No sé si la canción de "Escuela de calor" fue anterior o posterior a esta imagen. Tampoco tiene más importancia. Pero sí asocié instantáneamente y para siempre aquel recuerdo a la frase "en las piscinas privadas las chicas desnudan sus cuerpos al sol" y aún hoy la canturreo cuando evoco aquel momento o veo alguien cortando un seto, limpiando una piscina o luciendo un moreno envidiable fuera de temporada "obrera". Aquello era ser rico. Aquello era no tener preocupaciones económicas. Aquello era pertenecer a la clase alta. No sé si eran más o menos felices que yo, por supuesto, ni les he envidiado nunca nada más. Solo aquella piscina privada en verano, cuando Barcelona se funde como un chicle sobre el asfalto y cuesta sobrevivir al bochorno.

¡Feliz agosto!


Fuente de la imagen: http://www.casasypisosbarcelona.com/