Hubo un día memorable: aquel sábado mis padres decidieron empapelar la casa (de hecho lo decidió mi madre; en las cuestiones de decoración, mi padre sólo cumplía órdenes). Muy de mañana toda la familia se posicionó alrededor de la tarea asignada en el grupo de trabajo y pronto todos estuvimos atrapados por nuestros quehaceres. En aquella época, finales de los 70, el papel con el que se empapelaban todas las casas era de motivos florales, concretamente unos floripondios tremendos que a mi padre le costaban Dios y ayuda casar unos con otros. Con su eterno cigarrillo en la comisura de los labios, no se cansaba de repetir que el papel liso era muy sencillo de poner, y en cambio, aquél que tanto había gustado a mi madre en la tienda, se había convertido en una auténtica pesadilla psicodélica en rosa y verde.
Mientras tanto, yo me encargaba de extender el engrudo de la cola sobre el papel, y ayudar después sujetando para que mi padre pudiera colocarlo correctamente en la pared junto al resto de decorado. Era una tarea maravillosa, casi de tanta responsabilidad como la de cualquier persona mayor, y mover aquella masa viscosa y ponerme perdida sin que nadie me regañara me hizo olvidar de que aquel día era el del Festival de Eurovisión. Cuando sobre las 21h mi madre lo mencionó mientras todavía acababa de colocar los últimos muebles en el comedor, al tiempo que mi padre recortaba los sobrantes con una cuchilla de afeitar yo no podía creer que se me hubiera pasado el tiempo tan rápidamente, casi sin darme cuenta, cuando aquel día transcurría normalmente cargado de nervios hasta el momento de la retransmisión.
Cuando finalmente estaba todo recogido en casa y mi madre empezaba a preparar la cena en la cocina, sonó la inconfundible sintonía de Eurovisión, y empezó a invadirme una especie de orgullo patrio que, como cada año, me duraba toda la retransmisión e incluso toda la semana. En aquella época, España no aspiraba a ganar ni competiciones deportivas ni ningún otro certamen que nos diera victorias, así que un concurso de canciones era el evento ideal para sentirnos menos mediocres como país. El año en cuestión nuestra representante era Betty Missiego, una señora con un "look" tremendamente trasnochado, con un moño imposible que estuvo de moda en la época de Fernando VII, y que movía sus larguísimos brazos bajo una túnica celeste que bien podría haber llevado otro cantante famosísimo de la época, el imborrable Demis Roussos.
En aquella edición hubo una circunstancia especialmente dolorosa: España estuvo a punto de ganar, pero nuestras esperanzas se vieron truncadas en el último momento, cuando el jurado español concedió "Twelve points" a Israel, el segundo país clasificado, haciendo que se alzara con la victoria por un punto de diferencia. La canción "Halellujah" nos arrebató en el último momento nuestras opciones al triunfo, después de haber tenido en nuestras manos el orgullo de ganar en algo, aunque fuera una triste festival de televisión europeo. Agotada como estaba después de un arduo día de trabajo me eché a llorar sin consuelo, gritando que no había derecho, que los españoles éramos tontos por dar los puntos a un país que nos podía ganar (cualquiera me explicaba que los puntos estaban ya concedidos de antemano) y que no entendía por qué Israel, si no era europeo, tenía que competir en este concurso, que no había derecho. Mi padre, que era el menos interesado en el asunto, intentó explicarme que lo de menos era la canción, que en aquel concurso había muchos intereses políticos y que no debía preocuparme por cosas tan poco importantes como aquellas. Imagino que el pobre no quiso entrar en más detalles sobre el por qué Israel participa todavía hoy en día en competiciones europeas como Eurovisión o la Euroliga de Baloncesto... Bastante disgusto tenía yo entonces como para que me contaran que la mitad del universo conocido depende económicamente de este pequeño país que me hizo llorar una noche en 1979.
En definitiva, que los días fueron pasando y con ellos los años, pero todos los días que el papel pintado estuvo adornando el salón comedor de casa de mis padres sirvieron para recordarme una derrota comparable a la que sufrió Napoleón en Waterloo. Sólo cuando mucho tiempo después los floripondios rosas y verdes fueron substituidos por un discreto papel color azul celeste pude olvidar aquella amarga noche de desengaños festivaleros.
Fuente de la imagen: http://www.zazzle.es
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