El día de la palma era un poco el que determinaba las tendencias en cuanto a colores y estilos de aquella temporada primavera-invierno, aunque con frecuencia aquello era lo que imponían los grandes almacenes y después la gente hacía lo que le daba la gana. Me acuerdo especialmente de un año en que marcó la tendencia el color turquesa y los bolsos y zapatos plateados, y allí me plantaron una camisa con motivos en azul turquesa (mi madre dice que es verde turquesa, yo siempre lo veo azul) y un espeluznante bolso plateado con un acabado acolchado que todavía me produce pesadillas cuando lo recuerdo.
Lo que sí tocaba todos los años eran los calcetines calados, que parecían diseñados por un auténtico sádico. Además de ser horrorosos, la goma elástica apretaba para evitar que se deslizara pantorrilla abajo, y a ello se añadía un problema personal: como ya he comentado en otra entrada, mis pies planos me obligaban a llevar zapatos desafortunados por lo que respecta a la estética, que en numerosas ocasiones, además, me iban algo pequeños. Tengo que reconocer que siempre he sido de pie generoso y encontrar zapatos de mi número no era sencillo. Así que el caladito se me iba clavando en el pobre pie aprisionado hasta casi convertirse en un tormento de Jueves Santo más que de Domingo de Ramos.
Para compensar, algo que me encantaba de este día era el rosario de azúcar que colocábamos en la palma para bendecir, y que acababa siempre en el suelo cuando el cura daba la orden para que la achucháramos contra el suelo. Nunca entendí ni qué decía el cura en aquel momento ni me importó demasiado, pero sí recuerdo que pasaba un mal rato esperando ese momento en que sabía de antemano que todas las chucherías que llevaba colgada mi palma irían a parar al suelo y ya no querría comérmelas.
Después de una mañana cargada de emociones como esta, nos esperaba una semana cargada de películas de romanos, sentados todos frente a la televisión comiendo pipas, viendo las mismas películas con los mismos desenlaces ya conocidos, pero que nos mantenían enganchados al sofá en unos días, durante mi niñez, en que bien pocas cosas se podían hacer además de ver procesiones o visitar iglesias. Mi preferida sigue siendo "Ben Hur" porque no es una película al uso de la vida de Jesucristo, sino una especie de cuento donde hay malos muy malos y buenos que consiguen vengarse. Y ni que decir tiene que cuando descubrí "Godspell" en una mañana de teatro con el colegio me quedé prendada de su espíritu revolucionario. Nada volvió a ser lo mismo después de "Godspell" y "Jesucristo Superstar"... Afortunadamente.
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