unos días mis primos de América. Sí, sí, tal como suena. De hecho, se trataba de los hijos de la prima de mi madre así que, para ser más exactos, debería decir que vinieron mis primos segundos de América.
Mi tía Juana se casó con un ecuatoriano y se fueron a vivir a EEUU, donde todavía hoy residen. Ni que decir tiene que su llegada supuso para nosotros una pequeña revolución, no solo por la problemática que provocaba ubicar de pronto a cuatro nuevos inquilinos, sino también porque entonces EEUU estaba mucho más lejos que hoy en día, cuando viajar está al alcance de casi cualquiera. Así que aquel verano mi tía se plantó con la familia y las maletas en España y estuvo haciendo un recorrido turístico por todas las provincias donde tenía familiares, amigos y conocidos, para aprovechar al máximo el tiempo y el viaje.
¡Ah! ¡Había tantas cosas que me llamaban la atención de aquellos cuatro recién llegados! Por un lado, esa manera de hablar español, con una cadencia medio cubana, medio ecuatoriana, de persona andaluza que lleva mucho tiempo viviendo en otro país y a quien se le han pegado todos los acentos de todas las personas con las que ha practica habitualmente su idioma, llegados también de mil lugares. Y junto con el sugerente acento, el uso de verbos en tiempos lejanos cuando lo que contaban acababa de pasar ("Me pegó, mami, ella me pegó", cuando lo que contaba acababa de ocurrir) y todo ello salpicado con numerosas palabras en inglés, hasta que llegó un punto que yo no sabía en que idioma estaban hablando.
Me desconcertaba el idioma, el tono, el acento y junto con ello las costumbres que tenían para casi todo: tomaban copas a media mañana, combinados a media tarde, bendecían la mesa... ¡Aquello era una locura considerable!
También me sorprendía el atuendo de aquella familia: mi prima, un poco más mayor que yo, llevaba unos pantalones de flores enormes de mil colores que no hubiera imaginado ni en el más psicodélico de mis sueños (aunque luego aquel estampado pasara a formar parte del decorado habitual de nuestra casa) y mi tía casi siempre iba ataviada con unas gafas de sol enormes y un "bandeau" en el pelo que le daban un aspecto de actriz famosísima que ha tenido mala noche y quiere pasar desapercibida ante las posibles miradas de los admiradores. No puedo decir que en mi casa fuéramos unos paletos vistiendo, pero aquella moda está claro que no nos había llegado, y yo lo percibió como algo de lo más "chic".
Y finalmente, estaba el juego habitual de mi primo, el mayor de los dos niños: hacía poco que habían hecho alguna remodelación en la terraza de mi casa y habían sobrado algunas baldosas que se guardaban amontonadas en el hueco de la escalera. En cuanto mi primo descubrió aquel arsenal se dedicó a lanzarlas desde lo alto de la baranda de la escalera hacia la terraza inferior a grito de "¡Bomba
atómica!" con una afición casi psicopática.
Seguramente es una percepción posterior, pero aquel niño jugaba a lanzar proyectiles sobre los juguetes que estaban en el piso inferior con una prepotencia que sólo tienen quienes se creen dueños del mundo. Y Yo que nunca había jugado a ninguna guerra ni similar, pero
que tenía otros primos con los que sí compartía hazañas y aventuras, nunca había oído hablar de la bomba atómica, ni atacábamos al enemigo con aquella indiferencia gélida que proporciona sentirse superior. Le pregunté a mi padre qué era la bomba atómica, y por qué aquel niño lanzaba las bombas con tanta maldad; mi padre sonrió y me tranquilizó diciendo que la bomba atómica era la peor que había, la más destructora, que había matado muchas personas hacía años en Japón pero que no me preocupara, que no la iban a volver a lanzar nunca más porque se habían dado cuenta que era demasiado destructiva. Le pregunté qué país había lanzado la bomba, quiénes eran los malos en aquella ocasión. Mi padre me miró sonriendo y me dijo que había sido EEUU y yo me quedé helada, petrificada pensando que estábamos albergando en casa poco menos que a unos asesinos deplorables.
Nunca volví a mirar igual a mi familia norteamericana, aquella revelación de mi padre sobre lo que había pasado en Hiroshima y Nagasaki me llevó a sentir una cierta repulsa hacia aquel país y sus habitantes. Mi padre pensó que no era buen momento para contarme que todos los países tenían sus propias miserias y que la historia no dejaba a nadie libre de asesinatos y matanzas, cada uno en su época y en función de sus posibilidades. Algunos años después, cuando vi por primera vez aquella maravillosa película de Steven Spielberg llamada "El imperio del sol" volví a recordar a Eduardo gritando como un poseso "¡Bomba atómica!" y a mi padre descubriéndome una de las partes más oscuras de la historia del siglo XX y aún me pareció más grotesco aquel juego de un caluroso verano de mi infancia.
Mil grullas de papel por cada persona muerta en aquel vergonzoso episodio.
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