sábado, 29 de diciembre de 2012

BUSCANDO TESOROS

Cuando somos pequeños hay algunos espacios de la casa que nos son más o menos vetados, a los que sólo podemos acceder de manera restringida y que por este motivo cobran un especial encanto, de manera que cuando conseguimos colarnos en ellos por algún descuido nos parece estar entrando en un lugar mágico. En mi casa, esa habitación era la de mis padres.

Siempre con las persianas bajadas para evitar que la luz del sol estropeara los muebles, con ese olor a perfume tan particular de mi madre, y con un montón de cajones y escondites donde podía encontrar cualquier tipo de tesoro, el dormitorio  de mis padres era una especie de lugar de culto donde podía pasar horas y horas transportada a una dimensión más allá de la realidad cotidiana de mi casa.

Uno de mis muebles favoritos era el puff: de color crema, forrado en skay, era un asiento con una tapa que servía de escondrijo para mil y un cachivaches: monederos antiguos de mi madre con alguna moneda y entradas viejas de cine; algunos zapatos viejos de tacón, algún camisón en desuso... Allí iban a parar un sinfín de elementos inservibles en una especie de parada previa a la basura, como si pasaran por el limbo de los objetos antes de desaparecer definitivamente de nuestras vidas. Si obtenía el permiso necesario para volcar literalmente el contenido del puff en el suelo podía pasar horas disfrazándome con la ropa, revolviendo en los monederos y jugando a ser mi madre.

Junto al puff, ocupaba un puesto destacable el tocador, un mueble que hoy ha caído en desuso pero que en mi infancia era el mueble femenino por excelencia: en los cajones había ropa interior, camisones divinos, medias... todo salpicado por algún jabón de muestra para que hiciera buen olor. Y en la superficie había dos objetos sorprendentes: el conjunto de tocador y el joyero con música. El conjunto de tocador estaba formado normalmente por dos objetos inclasificables, uno semejante a una botella de vidrio tallado con el tapón de este material y el otro similar a un tarro, haciendo de juego con el otro, y con la tapa de metal. En el más bajito mi madre podía guardar desde el gancho de la cortina que se había soltado, hasta el botón de una bata o el cierre roto de un pendiente. Sin embargo, el otro me fascinaba: ¿Qué podía poner dentro? ¿Perfume? ¿Coñac (francamente, se parecía a las botellas que aparecían en la serie "Dallas" para guardar los licores)? Yo no hacía más que abrir y cerrar la botellita para ver si conseguía darle una utilidad pero, como habréis adivinado, lo que conseguí fue romper primero el tapón y después el frasco. Lo siento, ya advertí en otra de mis entradas que los objetos frágiles deberían alejarse de mi presencia.



Y el joyero con música me parecía maravilloso: era una caja rectangular con tapa de imitación al nácar y en el centro tenía engarzado una especie de camafeo horroroso donde podía verse una escena campestre de lo más bucólica. Al abrirse la tapa, todavía recuerdo la melodía de un twist llamado "A Saint- Tropez" que, cuando la cuerda se iba acabando, languidecía hasta convertirse en una cancioncilla tristísima que siempre me hacía llorar. En su interior, los pendientes en forma de racimo de perlas grises, la pulsera nomeolvides de oro con medallitas correspondientes a cada uno de los signos del zodiaco de los miembros de la familia que me encantaba oir tintinear en sus brazo, y un anillo con un pedrusco amarillo precioso que, cuando me lo probaba, me hacía sentir la princesa más feliz de todos los cuentos.

En alguno de los cajones siempre encontraba su persistente e inconfundible perfume "Maja", que durante tantos años la acompañó (de hecho, hasta que Myrurgia dejó de fabricarla en su fórmula inicial, imagino que movidos por el cambio de gustos de las usuarias; la "Nueva Maja" siempre fue demasiado sutil para ella). Una mujer que allí donde iba dejaba huella por su presencia no podía permitirse pasar desapercibida por su aroma. Ahora ni siquiera piensa en perfumarse pero creo que ya no necesita tanto ser recordada más que por los que realmente le importamos. Imagino que son cosas que dan la sabiduría de los años vividos.

De todos estos objetos ya no queda ninguno: unos se fueron deteriorando por el uso, otros fueron perdiendo utilidad o dejaron de estar de moda y fueron substituidos por otros más modernos... Incluso el puff dejó de ser la estación de enlace entre la vida y la muerte de los elegidos. ¡Paradógico, creo yo!

No puedo terminar esta entrada sin dejar la canción que la cajita de música repetía incansable hasta que se acababa la cuerda y se volvía una melodía penosa que me hacía llorar solidarizándome con todas las penas del mundo.


Fuente imagen 1: http://www.almonedavigo.com
Fuente imagen 2: http://malaga.anuncio.net
Fuente imagen 3: http://www.popscreen.com


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