Esto de que el sentido del olfato no pasa por nuestro cerebro más evolucionado es un verdadero gustazo. Como no se procesa de la misma manera que el resto de sentidos, llega directamente a nuestra parte del cerebro más antiguo, el más instintivo, el que no precisa elaboraciones conscientes y truculentas. Por eso nos emociona tanto el olor de la persona que amamos, por eso nos evoca directamente a una escena un determinado perfume o por eso odiamos tan profundamente un aroma sólo con que nos recuerde una situación desagradable.
Como llevo una temporada enfadada con esa parte de mí que no me deja disfrutar de mí misma y de las cosas que me gustan porque se empeña en amargarme la vida, esto de los olores me parece una delicia. Me paso el día oliendo personas, papeles, alimentos, escenas, porque me empapo hasta el alma con ello y no dejo que mi prefrontal me enmarañe con reproches y quejas. Y ahora que tengo en la mano los libros recién comprados de mi hijo menor me he visto de pronto transportada a mi infancia, a aquel pupitre de fórmica color gris y a las primeras horas en el colegio, el día 15 de septiembre de cualquier año, cuando al abrir el libro se abría con él todo un curso nuevo, sin usar, lleno de ilusión.
Los primeros días de colegio son un verdadero amasijo de olores nuevos ¿No recordáis el aroma de las ceras Manley, o de la plastilina Jovi o de la bata o uniforme nuevecitos? ¿O el olor de las mochilas cuando apenas le acababas de quitar la etiqueta? ¿y el de la colonia de botella familiar que llevábamos todos (quizá los primeros días las madres se sobrepasaban acicalándonos, o quizá después ya se nos acostumbraba la pituitaria) cuando entrábamos en clase a primera hora de la mañana?
Hay otros olores que también son de colegio pero no son tan agradables: cuando he vuelto a la guardería, esta vez como madre y no como usuaria, me he sorprendido al imaginar cómo pueden sobrevivir las profesoras en semejante ambiente enrarecido donde se mezcla el olor dulzón de la caca de bebé, el agrio de las vomitonas de Actimel, el de colonia Nenuco y el de las ceras de colores. Y si encima acaban de hacer la comida, todo este mejunje se puede mezclar con el aroma de las varitas de pescado o de la sopa de fideos. Un verdadero asco, francamente.
Pero no quiero quedarme con ese olor desagradable. De hecho, he guardado para el final del post el que más me gusta: el olor del estuche de dos pisos de lápices Alpino, que iba desprendiendo paulatinamente su aroma a lo largo del curso cada vez que nos aventurábamos, no sin pena, a hacerle punta a alguno de aquellos preciosos colores.
No pienso dejar nunca más que mi mente traidora me evite de disfrutar de los buenos placeres que tiene la vida, con lo bonito que es oler.
¡Feliz vuelta al cole (y a la normalidad)!
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