domingo, 28 de abril de 2013

EL PRIMER DÍA DE PLAYA

Con la llegada del 1 de mayo, era bastante habitual que fuéramos por primera vez a la playa. Aunque cuando el calor era asfixiante nos íbamos a Castelldefels o a Sitges, los primeros y tímidos rayos de sol los recibíamos en la playa de la Barceloneta, por si el día no arrancaba todo lo caluroso que podríamos esperar y teníamos que volver a casa antes de tiempo.

Para mí el primer día de playa era como el primer día de ponerme manga corta, todo un acontecimiento: si mis padres tenían la mala suerte de que me enterara con antelación de sus planes, el día en cuestión me despertaba prontísimo, completamente desvelada desde primeras horas de la mañana por la ilusión y los nervios de volver a ver el mar. Había una especie de ritual en aquella mañana festiva, porque mi madre tenía que bajar la ropa de baño del altillo de mi casa, con el peligro de que no encontráramos todos los bañadores, o que alguno de nosotros no cupiera en la ropa del año anterior. La bolsa de la playa era de color marron, con unas asas muy "retro", que contenía dentro las toallas de playa, los bañadores de toda la familia y un neceser de color rojo intenso que albergaba un bronceador que olía a limón, que mi madre adoraba porque le ayudaba a coger aquel moreno intenso que todo el mundo ansiaba sin ningún miedo al cáncer de piel en los años setenta. Ese olor intenso a limón es el primer recuerdo olfactivo de mis jornadas playeras, pero no el único, ni mucho menos.

Cuando por fin todos estábamos ataviados con el traje de baño del año anterior, nos encaminábamos a la parada del autobús, concretamente el 59 en el barrio de Les Corts, que en aquella época tenía justo al lado una vaquería o un establecimiento en que había animales estabulados, y el olor de estos bichos se me iba metiendo por las narices hasta que llegaba el conductor con el transporte en cuestión. Yo me ponía pesadísima tanto durante la espera como durante el trayecto, porque ambos eran largos y pesados y ya se sabe que cuando uno es niño la paciencia no es su mejor aliado. El recorrido estaba repleto de paradas, donde recogíamos a gente de lo más variopinta que subía con sombrillas, neveras, niños, abuelas, bolsas... porque la playa de la Barceloneta siempre fue la playa donde íbamos los trabajadores, los que no podíamos ir a otras playas más pudientes o con mejores accesos. Así que el personal que nos acompañaba durante el camino era verdaderamente curioso.

En aquella época, la ciudad de Barcelona estaba de espaldas al mar, tal y como se
encargaron de recordarnos incansablemente durante las mejoras con motivo de los Juegos Olímpicos, así que no veíamos la playa hasta casi tenerla justo enfrente de las narices. Sólo al final, cuando empezaba a leer en los edificios que pasábamos "Tinglado nº 3" o "Tinglado nº 4" me daba cuenta de que ya estábamos llegando, porque esos eran los edificios del final del paseo Nacional que nos tapaban la vista hacia la playa y que desaparecieron con la Barcelona Olímpica.

Al bajar del autobús, aún los quedaba un largo periplo a lo largo del paseo marítimo, porque mis padres no querían nunca quedarse en la primera zona, la que estaba más cercana a la parada del autobús, por razones obvias de hacinamiento, pero a mí, que me moría de ganas de llegar, me daba lo mismo la gente y las aglomeraciones, yo quería llegar a la arena, quitarme la ropa y meterme en el agua. Así que allí empezaba una especie de batalla paterno-filial, porque el paseo marítimo estaba repleto de accesos por escalerillas hasta la arena, y yo ya empezaba desde el primer acceso a preguntar si era aquella la escalera por la que podíamos bajar y mi padre me iba dando negativas hasta casi el último acceso, con el consecuente mosqueo por mi parte. Cuando al fin llegábamos y bajábamos las escaleras del último o penúltimo acceso el tercer olor característico de la mañana me invadía las fosas nasales: aquel aroma ácido de la humedad del mar, junto con la poca salubridad de los vestuarios que quedaban debajo del acceso al paseo era la última señal olfativa que nos confirmaba de que habíamos llegado definitivamente a nuestro destino. En cuanto pisaba la arena me descalzaba y echaba a correr todo el tramo hasta llegar al agua, metía los piececillos en ella para comprobar la temperatura y volvía corriendo a mis padres para informarles que siempre, inexorablemente, estaba muy fría. En aquel momento quedaba inaugurada la temporada de playa y me sentía completamente feliz.


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domingo, 21 de abril de 2013

COMO BRILLAN LAS BAILARINAS

Me fascinan las bailarinas. Su manera de caminar, de moverse, su ropa, sus zapatillas con cintas... Viendo como bailan resulta todo tan sencillo que parece mentira que pueda existir gente tan patosa como yo. La perfecta armonía, la capacidad de controlar los movimientos, la autoconciencia del cuerpo, el equilibrio interno que se refleja en el exterior... Para mí eran poco más que diosas del Olimpo cuando las veía con sus tutús vaporosos de color rosa, casi volando en el escenario.

En mi colegio, los niños hacían gimnasia y las niñas ballet. Así que una vez a la semana nos enfundábamos en un maillot y unas medias negras, nos calzábamos las zapatillas de media punta y, agarradas a la barra de madera nos dedicábamos a repetir constantemente algunos pasos de danza clásica. Yo era bastante pequeña entonces pero a pesar de todo siempre fui consciente de  la evidente diferencia de trato entre dos categorías de alumnas: alguna niñas de la clase realizaban esta asignatura como actividad extraescolar con la misma profesora y, por supuesto, con un dispendio económico considerable que las demás no realizábamos, así que sólo ellas recibían atención durante el horario de clase. Injustamente, las niñas de ballet normal quedábamos relegadas a un segundo plano hasta el punto que no recuerdo ni una sola explicación sobre ningún ejercicio a lo largo de todos los años en que aquella profesora nos impartió la asignatura. Seguíamos la clase imitando lo que hacían las alumnas aventajadas de ballet especial, copiando sus perfectos movimientos como bobas. Las veíamos cambiarse en el vestuario separadas del resto de las "mortales", bromeando entre ellas, preciosas, con los mejores atuendos y las mejores sonrisas.

La profesora, creo recordar que se llamaba Carmen, se sentaba en una silla de madera en medio de la sala, sintiéndose por encima del bien y del mal, adulando descaradamente a las alumnas preferidas e ignorando al resto de la clase o mirándonos con el mismo desprecio con que se mira un gusano. Era tan desastrosa como profesora que nunca nos dio una sola explicación de cuál era el contenido de la asignatura, ni las partes en que se dividía la clase, ni cuál era la función de cada una de ellas. Eso sí, un día cuando ya éramos bastante mayorcita (diez u once años) decidió realizarnos un examen escrito en que debíamos detallar el nombre de todos y cada uno de los pasos que realizábamos y en el orden correcto de ejecución. Las de ballet especial, evidentemente, se negaron durante toda la semana a socorrer al resto de alumnas aunque les suplicamos que lo hicieran. El día en que teníamos que entregar el resultado la profesora fue leyendo en voz alta, delante de todas las demás, el desastroso resultado de cada una de nosotras y, por descontado, todas las alumnas de ballet especial obtuvieron una cualificación excelente frente a las demás, que no pasamos de un aprobado raspado en el mejor de los casos.

Todo este desastre pedagógico culminaba en algo más grande: una vez cada cuatro años la escuela organizaba un festival de final de curso donde todos los alumnos demostraban ante sus familiares todo lo que habían aprendido. Así que una vez cada cuatro años, durante aproximadamente seis meses, la profesora de ballet se dignaba a dirigirnos la palabra aunque sólo fuera para corregirnos en la ridícula coreografía que había ideado para la ocasión.

¿Ya he mencionado mis dificultades para el baile? ¿No? Pues ahora es el momento porque digamos que la naturaleza no me ha dotado de coordinación suficiente como para que la cabeza, los brazos y las piernas respondan acompasadamente. Y para rematarlo, toda la memoria prodigiosa que tengo para casi todo en esta vida se esfuma cuando se trata de recordar un conjunto de pasos de baile enlazados por una melodía.

De esta guisa, creo que no exagero si digo que era la alumna que más desesperaba a la profesora con mi incapacidad para aparecer con cierta dignidad ante los padres el día del espectáculo. Yo lo intentaba con todas mis fuerzas pero resultaba imposible que mi cuerpo y mi mente se sincronizaran para bailar. Pasaban las semanas y los meses con rapidez y los ensayos se convertían en verdaderos suplicios donde poco a poco me iba relegando de la mitad del escenario a una discreta última fila, donde se me viera lo menos posible.

Y el momento en que pasábamos al ensayo en el teatro donde se iba a representar el festival llegaba y yo me iba consumiendo por dentro. Porque a pesar de mi reconocida incapacidad genética para el baile, cuando llegaba el día del primer ensayo y nos pasábamos toda la mañana en el teatro, mirando las anteriores actuaciones del resto de compañeros y finalmente llegaba el momento mágico de aparecer entre bambalinas, yo me dejaba llevar por el olor de la humedad, por el polvillo que levantábamos con el movimiento y por el ruido de la madera del escenario crujiendo bajo nuestros pies y me sentía de pronto como aquellas maravillosas bailarinas de Degas, brillando bajo los focos por el esfuerzo y deseaba con todo mi ser que una fuerza superior me insuflara la capacidad de aprender a bailar. Nada de todo esto ocurría, claro, yo seguía tropezando con mis propios pies como si fuera un cachorrillo despistado y la emoción todavía me hacía sentir más frustrada.




El día decisivo, el del festival propiamente dicho, llegábamos medio disfrazadas al evento, y esperábamos ansiosas a que llegara nuestro turno detrás del escenario. A estas alturas de la situación yo ya tenía claro que no iba a ser mi mejor día e intentaba cubrir el expediente con la mayor dignidad posible. Cuando ya acabábamos conseguía relajarme en el patio de butacas, admirando en silencio el resto del espectáculo con las actuaciones estelares de las niñas de ballet especial, dando lo mejor de sí mismas para gloria y disfrute de la profesora Ella aparecía siempre al final del festival, azoradísima y acalorada, con una falsa modestia que todavía ahora me indigna hasta quemarme las entrañas, agradeciendo los aplausos y aceptando tímidamente un ramo de flores que le entregaban sus preferidas. Yo creo que en aquel momento se sentía poco menos que la Pavlova, sobrecogida por el calor de los padres que eran completamente ajenos a la crueldad de sus clases y la falta de profesionalidad de sus métodos pedagógicos y abandonaba el escenario entre lágrimas y agradecimientos. Curiosidades de la vida, a pesar de ella y de su incompetencia, me siguen encantando las bailarinas.

Fuente foto 1: http://trendychildrenn.blogspot.com.es
Fuente foto 2: http://www.eltocadordekhimma.com

viernes, 12 de abril de 2013

JUGANDO A LA BOMBA ATÓMICA

Un verano de mi infancia, tenía yo cuatro o cinco años, vinieron a mi casa a pasar
unos días mis primos de América. Sí, sí, tal como suena. De hecho, se trataba de los hijos de la prima de mi madre así que, para ser más exactos, debería decir que vinieron mis primos segundos de América.

Mi tía Juana se casó con un ecuatoriano y se fueron a vivir a EEUU, donde todavía hoy residen. Ni que decir tiene que su llegada supuso para nosotros una pequeña revolución, no solo por la problemática que provocaba ubicar de pronto a cuatro nuevos inquilinos, sino también porque entonces EEUU estaba mucho más lejos que hoy en día, cuando viajar está al alcance de casi cualquiera. Así que aquel verano mi tía se plantó con la familia y las maletas en España y estuvo haciendo un recorrido turístico por todas las provincias donde tenía familiares, amigos y conocidos, para aprovechar al máximo el tiempo y el viaje.


¡Ah! ¡Había tantas cosas que me llamaban la atención de aquellos cuatro recién llegados! Por un lado, esa manera de hablar español, con una cadencia medio cubana, medio ecuatoriana, de persona andaluza que lleva mucho tiempo viviendo en otro país y a quien se le han pegado todos los acentos de todas las personas con las que ha practica habitualmente su idioma, llegados también de mil lugares. Y junto con el sugerente acento, el uso de verbos en tiempos lejanos cuando lo que contaban acababa de pasar ("Me pegó, mami, ella me pegó", cuando lo que contaba acababa de ocurrir) y todo ello salpicado con numerosas palabras en inglés, hasta que llegó un punto que yo no sabía en que idioma estaban hablando.
Me desconcertaba el idioma, el tono, el acento y junto con ello las costumbres que tenían para casi todo: tomaban copas a media mañana, combinados a media tarde, bendecían la mesa... ¡Aquello era una locura considerable!


También me sorprendía el atuendo de aquella familia: mi prima, un poco más mayor que yo, llevaba unos pantalones de flores enormes de mil colores que no hubiera imaginado ni en el más psicodélico de mis sueños (aunque luego aquel estampado pasara a formar parte del decorado habitual de nuestra casa) y mi tía casi siempre iba ataviada con unas gafas de sol enormes y un "bandeau" en el pelo que le daban un aspecto de actriz famosísima que ha tenido mala noche y quiere pasar desapercibida ante las posibles miradas de los admiradores. No puedo decir que en mi casa fuéramos unos paletos vistiendo, pero aquella moda está claro que no nos había llegado, y yo lo percibió como algo de lo más "chic".

Y finalmente, estaba el juego habitual de mi primo, el mayor de los dos niños: hacía poco que habían hecho alguna remodelación en la terraza de mi casa y habían sobrado algunas baldosas que se guardaban amontonadas en el hueco de la escalera. En cuanto mi primo descubrió aquel arsenal se dedicó a lanzarlas desde lo alto de la baranda de la escalera hacia la terraza inferior a grito de "¡Bomba
atómica!" con una afición casi psicopática.
Seguramente es una percepción posterior, pero aquel niño jugaba a lanzar proyectiles sobre los juguetes que estaban en el piso inferior con una prepotencia que sólo tienen quienes se creen dueños del mundo. Y Yo que nunca había jugado a ninguna guerra ni similar, pero
que tenía otros primos con los que sí compartía hazañas y aventuras, nunca había oído hablar de la bomba atómica, ni atacábamos al enemigo con aquella indiferencia gélida que proporciona sentirse superior. Le pregunté a mi padre qué era la bomba atómica, y por qué aquel niño lanzaba las bombas con tanta maldad; mi padre sonrió y me tranquilizó diciendo que la bomba atómica era la peor que había, la más destructora, que había matado muchas personas hacía años en Japón pero que no me preocupara, que no la iban a volver a lanzar nunca más porque se habían dado cuenta que era demasiado destructiva. Le pregunté qué país había lanzado la bomba, quiénes eran los malos en aquella ocasión. Mi padre me miró sonriendo y me dijo que había sido EEUU y yo me quedé helada, petrificada pensando que estábamos albergando en casa poco menos que a unos asesinos deplorables.

Nunca volví a mirar igual a mi familia norteamericana, aquella revelación de mi padre sobre lo que había pasado en Hiroshima y Nagasaki me llevó a sentir una cierta repulsa hacia aquel país y sus habitantes. Mi padre pensó que no era buen momento para contarme que todos los países tenían sus propias miserias y que la historia no dejaba a nadie libre de asesinatos y matanzas, cada uno en su época y en función de sus posibilidades. Algunos años después, cuando vi por primera vez aquella maravillosa película de Steven Spielberg llamada "El imperio del sol" volví a recordar a Eduardo gritando como un poseso "¡Bomba atómica!" y a mi padre descubriéndome una de las partes más oscuras de la historia del siglo XX y aún me pareció más grotesco aquel juego de un caluroso verano de mi infancia.




Mil grullas de papel por cada persona muerta en aquel vergonzoso episodio.

Fuente imagen 1: http://www.bancodeimagenesgratis.com
Fuente imagen 2: http://poderesunidos.wordpress.com