Vivimos (o al menos yo) en una vorágine que nos impide mirarnos por dentro. Y ya nos viene bien. Porque esa vorágine de la que nos es tan fácil quejarnos es la que nos ayuda a no ver que en el fondo de nuestro corazón hace tiempo que todo es oscuro, con telarañas, revuelto.
Un día, sin más, paras un segundo para evaluar daños internos y conectas directamente con la parte más profunda, aquella que llevas tiempo sin poner en orden; en ese momento percibes que la tristeza se pega como un chicle, que esa pena profunda es la de todas las penas del universo y te invade el llanto más triste y prolongado que puedas imaginar. Si consigues dejar de llorar es porque decides perder de vista ese sentimiento, no seguir ahí, en ese pozo viscoso, porque si no lo haces podrías estar llorando de manera ininterrumpida hasta el fin de los días.
Lo malo es que ese momento de conexión parece que ya ha hecho cierto camino y a partir de entonces es mucho más sencillo volver a reconectar con la pena infinita de manera más o menos habitual, y sigues haciendo tu vida a pesar de todo, intentando que nadie note como las lágrimas ruedan sin control mejillas abajo. Nada vuelve a ser lo mismo porque, aunque no hagas limpieza, aunque te empeñes en mantener la desconexión con el corazón, ya has estado ahí, y el camino no tiene retorno.
Hoy tengo plena conexión con mi tristeza. Estoy aprendiendo a valorarlo, a dejarme sentir sin apartar el dolor. Ya os contaré como me va. De momento no puedo hacer nada más que llorar y compadecerme.
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