Vivimos (o al menos yo) en una vorágine que nos impide mirarnos por dentro. Y ya nos viene bien. Porque esa vorágine de la que nos es tan fácil quejarnos es la que nos ayuda a no ver que en el fondo de nuestro corazón hace tiempo que todo es oscuro, con telarañas, revuelto.
Un día, sin más, paras un segundo para evaluar daños internos y conectas directamente con la parte más profunda, aquella que llevas tiempo sin poner en orden; en ese momento percibes que la tristeza se pega como un chicle, que esa pena profunda es la de todas las penas del universo y te invade el llanto más triste y prolongado que puedas imaginar. Si consigues dejar de llorar es porque decides perder de vista ese sentimiento, no seguir ahí, en ese pozo viscoso, porque si no lo haces podrías estar llorando de manera ininterrumpida hasta el fin de los días.
Lo malo es que ese momento de conexión parece que ya ha hecho cierto camino y a partir de entonces es mucho más sencillo volver a reconectar con la pena infinita de manera más o menos habitual, y sigues haciendo tu vida a pesar de todo, intentando que nadie note como las lágrimas ruedan sin control mejillas abajo. Nada vuelve a ser lo mismo porque, aunque no hagas limpieza, aunque te empeñes en mantener la desconexión con el corazón, ya has estado ahí, y el camino no tiene retorno.
Hoy tengo plena conexión con mi tristeza. Estoy aprendiendo a valorarlo, a dejarme sentir sin apartar el dolor. Ya os contaré como me va. De momento no puedo hacer nada más que llorar y compadecerme.
viernes, 17 de julio de 2015
lunes, 6 de julio de 2015
Odio el verano
Así, sin ambages, a bocajarro. No soporto el verano ni todo lo que comporta. No me ha gustado nunca, ni
cuando suponía empezar las vacaciones el 22 de junio y volver al colegio el 15 de septiembre. No me gusta el calor (y menos el sofocante y pegajoso de Barcelona), no me gusta la playa, ni la arena, ni el mar. No me gustan los horarios intempestivos para hacerlo todo como si pudiéramos pasar todo el día tumbados a la bartola ni me gustan los cambios de rutina que comporta.
A la gente le extraña que diga esto, y es que el verano cuenta con muchos adeptos que han conseguido volverse legión incontestable. Parece obligatorio que a todos nos tenga que gustar la ropa de verano y las jornadas de sol interminables, como si no tuviera cabida nada más que lo que le gusta a la mayoría. Con lo bonitos y elegantes que son los guantes, los abrigos, las botas altas, las medias... y las posibilidades que encierra un horario solar que acaba a las 16h y permite mil y una actividades en casa, con la calefacción o en cualquier recinto cerrado. ¿Y qué me decís de lo agradable que resulta la monotonía de unos horarios estructurados y previsibles, que ayudan a que todos sepamos qué tenemos que hacer y a qué hora (y lo que esto facilita la organización familiar cuando uno tiene hijos)? Las paellas a las 17h no son ni sanas ni normales, a no ser que sean la cena, que tampoco es el caso, y digerir tres helados en un día no es la mejor manera de hacer pasar el rato a grandes y pequeños.
Parezco una amargada, lo sé, pero es como me siento. Y creo que sabría explicar por qué odio esta estación tan popular de manera tan ferviente: recuerdo mis veranos de niña como épocas especialmente tristes. Si durante todo el año yo vivía sin problemas, como cualquier otra nena normal, cuando llegaba la época estival me convertía en una niña diferente. Diferente porque mis amigos se iban de vacaciones en junio, con los abuelos o las madres a la casa de veraneo, y volvían en septiembre completamente bronceados (y asilvestrados), las rodillas llenas de rasguños y el pelo rubio de tanto sol. Yo, en cambio, me quedaba en casa con mi abuela esperando que mis padres cogieran vacaciones (casi siempre en agosto) y después teníamos que ir de vacaciones a casa de mis tíos, donde estábamos 15 días como mucho. En aquellos veranos no había diversión, ni talleres de actividades, ni amigos nuevos; solo había espera, mucho juego solitario, lectura en silencio y televisión. Mientras mis compañeros chapoteaban en playas y piscinas yo seguía vestida con mis merceditas y mis vestidos de nido de abeja, siempre tan educada, con el lazo en la coleta, bien apretada en lo alto de la cabeza, como oprimiéndome por dentro. Me di cuenta enseguida de que el invierno me permitía ser una más, sin sobresalir ni por exceso ni por defecto, mientras el verano dejaba al descubierto lo que los demás hacían pero yo no podía hacer.
Para acabar de arreglarlo, mi padre nunca quiso tener coche, así que ni siquiera las escapadas de fin de semana que hacía todo el mundo me servían de consuelo. Los fines de semana de verano, antes de que llegaran las vacaciones de mis padres, sólo servían para coger el tren, muy borreguero entonces, que nos llevaba a la playa como si nos llevara al matadero, con tan pocas comodidades que me daba vergüenza que mis compañeros supieran que iba en semejante medio de transporte. Así que empecé a odiar también la playa, la falta de coche, la sal y la arena pegadas en las piernas y el camino de vuelta a casa arrebatados de tanto sofoco. Mis padres nunca fueron de chiringuito, ni de apertivo en un bar cualquiera con patatas fritas y aceitunas; eran de tinto con casera en casa, bien fresquita, viendo la tele ricamente mientras daban el Telediario. Me moría por dentro, de pena, de aburrimiento y de tristeza por no tener un apartamento en Castelldefels como todos los demás donde poner el culo en remojo al menos de vez en cuando.
Estoy releyendo el post y veo que me ha quedado tristísimo ¿Qué le vamos a hacer? Una no puede sentirse siempre feliz ¿verdad?
Fuente de la imagen 1: http://www.lacuarta.com
Fuente de la imagen 2: http://www.entredosamores.es
cuando suponía empezar las vacaciones el 22 de junio y volver al colegio el 15 de septiembre. No me gusta el calor (y menos el sofocante y pegajoso de Barcelona), no me gusta la playa, ni la arena, ni el mar. No me gustan los horarios intempestivos para hacerlo todo como si pudiéramos pasar todo el día tumbados a la bartola ni me gustan los cambios de rutina que comporta.
A la gente le extraña que diga esto, y es que el verano cuenta con muchos adeptos que han conseguido volverse legión incontestable. Parece obligatorio que a todos nos tenga que gustar la ropa de verano y las jornadas de sol interminables, como si no tuviera cabida nada más que lo que le gusta a la mayoría. Con lo bonitos y elegantes que son los guantes, los abrigos, las botas altas, las medias... y las posibilidades que encierra un horario solar que acaba a las 16h y permite mil y una actividades en casa, con la calefacción o en cualquier recinto cerrado. ¿Y qué me decís de lo agradable que resulta la monotonía de unos horarios estructurados y previsibles, que ayudan a que todos sepamos qué tenemos que hacer y a qué hora (y lo que esto facilita la organización familiar cuando uno tiene hijos)? Las paellas a las 17h no son ni sanas ni normales, a no ser que sean la cena, que tampoco es el caso, y digerir tres helados en un día no es la mejor manera de hacer pasar el rato a grandes y pequeños.
Parezco una amargada, lo sé, pero es como me siento. Y creo que sabría explicar por qué odio esta estación tan popular de manera tan ferviente: recuerdo mis veranos de niña como épocas especialmente tristes. Si durante todo el año yo vivía sin problemas, como cualquier otra nena normal, cuando llegaba la época estival me convertía en una niña diferente. Diferente porque mis amigos se iban de vacaciones en junio, con los abuelos o las madres a la casa de veraneo, y volvían en septiembre completamente bronceados (y asilvestrados), las rodillas llenas de rasguños y el pelo rubio de tanto sol. Yo, en cambio, me quedaba en casa con mi abuela esperando que mis padres cogieran vacaciones (casi siempre en agosto) y después teníamos que ir de vacaciones a casa de mis tíos, donde estábamos 15 días como mucho. En aquellos veranos no había diversión, ni talleres de actividades, ni amigos nuevos; solo había espera, mucho juego solitario, lectura en silencio y televisión. Mientras mis compañeros chapoteaban en playas y piscinas yo seguía vestida con mis merceditas y mis vestidos de nido de abeja, siempre tan educada, con el lazo en la coleta, bien apretada en lo alto de la cabeza, como oprimiéndome por dentro. Me di cuenta enseguida de que el invierno me permitía ser una más, sin sobresalir ni por exceso ni por defecto, mientras el verano dejaba al descubierto lo que los demás hacían pero yo no podía hacer.
Para acabar de arreglarlo, mi padre nunca quiso tener coche, así que ni siquiera las escapadas de fin de semana que hacía todo el mundo me servían de consuelo. Los fines de semana de verano, antes de que llegaran las vacaciones de mis padres, sólo servían para coger el tren, muy borreguero entonces, que nos llevaba a la playa como si nos llevara al matadero, con tan pocas comodidades que me daba vergüenza que mis compañeros supieran que iba en semejante medio de transporte. Así que empecé a odiar también la playa, la falta de coche, la sal y la arena pegadas en las piernas y el camino de vuelta a casa arrebatados de tanto sofoco. Mis padres nunca fueron de chiringuito, ni de apertivo en un bar cualquiera con patatas fritas y aceitunas; eran de tinto con casera en casa, bien fresquita, viendo la tele ricamente mientras daban el Telediario. Me moría por dentro, de pena, de aburrimiento y de tristeza por no tener un apartamento en Castelldefels como todos los demás donde poner el culo en remojo al menos de vez en cuando.
Estoy releyendo el post y veo que me ha quedado tristísimo ¿Qué le vamos a hacer? Una no puede sentirse siempre feliz ¿verdad?
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Fuente de la imagen 2: http://www.entredosamores.es
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