jueves, 18 de diciembre de 2014

Un concierto de Navidad

Estamos inmersos en las fechas navideñas y casi todos los padres estamos yendo a ver actuar a nuestros hijos en el festival que han preparado en el colegio: puede ser un poema, una canción, una representación teatral o, ya en función de si se trata de una materia u otra la que cursan en actividada extraescolar, un baile, un concierto o cualquier otra cosa que se le haya ocurrido al profesor para enternecer a los abnegados padres.

Como soy flojita de lagrima me paso casi toda la sesión llorando, sean o no mis hijos los que actúan, así que muchas veces ni me entero de lo que estoy viendo porque las lágrimas inundan el espectáculo de principio a fin y me da una congoja horrorosa porque intento evitar que los demás noten que estoy llorando como una Magdalena. Seguramente si mis padres hubieran venido a verme en su momento se hubieran dado un empacho de llorar similar al mío, pero no recuerdo funciones navideñas (aunque sí de festival de final de curso) hasta que llegué al instituto, y ya no tenía edad de que nadie viniera a verme.

Esta mañana me ha venido a la memoria la única representación navideña en que he participado en mi vida. Como ya he dicho, estaba en mi primer año de instituto, y tenía un "pavo" del tamaño de la sala de actos donde sucedió el evento. En noviembre, la profesora de música nos preguntó si sabíamos tocar algún instrumento. Por prudencia me callé y no dije nada, y estoy encantada que así fuera porque mi mejor amiga, Núria, enseguida confesó que tocaba la flauta y todavía lo recordamos cuando nos vemos. Las que no tocábamos nada nos quedamos de cantantes (cosa que nunca se me ha dado mal del todo) y ya solo faltaba elegir el villancido que cada grupo de primero iba a ejecutar. La pieza en cuestión resultó ser "Santa Nit" (la versión traducida al catalán de "Silent Night", la única canción lenta de todos los grupos. No es que no me guste, pero está claro que se iba a notar mucho más si lo hacíamos mal en una pieza lenta y seria que en otra más festiva y movida como "El 25 de desembre".



La cuestión es que empezamos a dedicar las sesiones de música a ensayar la canción de marras. Al principio la cosa no iba mal pero a medida que se acercaba la fecha cada vez tomábamos más consciencia de la magnitud de la tragedia: si aquello era una representación de los alumnos de primero, nos iba a ver todo el resto de estudiantes de instituto, y entre "el resto de estudiantes" había por lo menos una decena que eran los hombres de mi vida (aunque ellos no lo llegaran a saber nunca). Mi amiga empezó a barajar la posibilidad de inventarse unas anginas y yo no sabía cómo hacerlo para evitar salir al escenario a cantar frente a casi 250 personas. Como no se nos ocurrió nada, al final tuvimos que salir a cantar en tercer lugar, como corresponde al grupo C.

El auditorio estaba de bote en bote, todas las sillas ocupadas y gente de pie por los pasillos. Por suerte, los que sólo cantábamos estábamos detrás de todo (mi amiga Núria estaba en primera fila, sentada junto a la que tocaba los chinchines, que no sé si habrá superado la crisis desde entonces). Enseguida fui identificando entre los presentes tres o cuatro personas a los que hubiera deseado en las Bahamas y se me hizo un nudo en las cuerdas vocales que no conseguía desatar por mucho que lo intentaba. Cuando los asistentes callaron, la profesora de música dió la señal y el grupo empezó a interpretar la canción. No sonaba mal del todo, la verdad, hasta que a una de mis compañeras más gamberras, Geni, le dió por desafinar a posta mientras decía en voz baja "no ho feu això, home!" ("No hagáis esto, hombre") y volvía muy seria a desafinar mientras el resto del grupo la miraba medio divertido, medio asustado. Yo ya me había relajado y no podía parar de reír de escuhar aquellos gallos tan desagradables pero acabamos la canción con todo el decoro que la risa y los desafinados permitían.

He olvidado decir que aquello era un concurso, así que cuando acabó de cantar primero E nos mantuvimos a la espera de que el jurado emitiera su veredicto. Ante el asombro de todo el grupo se nos concedió el primer premio, y nos abrazábamos orgullosos como si no hubiéramos asistido a aquel pequeño desastre de la ejecución unos minutos antes. Mi amiga Nuria estuvo una hora dando explicaciones a todos los chicos que le gustaban de que la habían obligado a tocar la flauta para poder limpiar un poco su reputación de chica mala y durante todo el curso presumimos de nuestra victoria ante el resto de compañeros de promoción.

Hacía muchos, muchos años que no recordaba este momento, fue una de las situaciones más divertidas de mi paso por el instituto.Os dejo con mi villancico favorito. Felices fiestas



miércoles, 3 de diciembre de 2014

Adiós al Restaurante "La pérgola"

Ya os he contado que de pequeña era bastante fantasiosa y me gustaba imaginar historias, sobre todo de princesas. Y a medida que me fuí haciendo mayor, substituí las lánguidas princesas por lánguidas protagonistas. Yo, que puedo ser cualquier cosa menos lánguida, me quedaba embelesada leyendo a las mujeres que Mercè Rodoreda describía en sus libros, siempre entregadas a su destino como si fueran personajes de tragedias griegas, que se dejaban arroyar por las circunstancias, los hombres, las adversidades,... sin apenas plantar batalla.

Con doce años leí por primera vez "Aloma" y con ella fuí encadenando, una por una, todas sus novelas: "La plaça del Diamant", "Mirall trencat", "El Carrer de les Camèlies"... Aún no me había repuesto de la muerte de un hijo y ya estaba absorbida en una guerra, o en el abandono de un marido sin escrúpulos, o en la desesperación de un desamor. En uno de ellos, creo que en "Aloma", la protagonista sale una noche de San Juan a cenar a un restaurante en Montjuic con su cuñado, que además es su amante. No recuerdo si en la novela se cita explícitamente el nombre o yo quise imaginar que el mejor escenario para aquella historia de amor y dolor era el restaurante "La Pérgola".


Al pie de la montaña de Montjuic, en la esquina que enfila el Passeig Francesc Ferrer i Guàrdia con la Avenida María Cristina, se podía ver el interior del restaurante. A través de los grandes ventanales del piso superior se debía tener una visión preciosa de las luces de la exposición por la noche. Aloma recordaba esa noche como una de las noches más felices de su vida, y yo me imaginaba a mí misma enamorada hasta las entrañas del amor (¿no es así siempre cuando te enamoras por primera vez, cuando todavía no hay personaje protagonista en nuestras vidas?) bebiendo "champán" a la luz de las velas, ataviada con un vestido precioso con muchísimo vuelo, que hiciera "fru-fru" al moverme. Habría luz de velas, quizá un violín (en el colmo de la "ñoñería") y yo sería la mujer más feliz bajo la capa de la tierra. Incluso creo que me prometí a mí misma que cuando fuera mayor iría al restaurante con mi amante de verdad.

No debí hacerlo... No, porque no lo he cumplido. Y ya no podré cumplirlo nunca. Porque me acabo de enterar que el mítico restaurante ha desaparecido bajo los escombros después de muchos años de estar cerrado. En noviembre se ha procedido a su demolición y ya no queda nada de la magia de los primeros años ni del dulce deterioro de los años setenta y ochenta.



Cuando lo he sabido he notado una especie de remolino interior, como una pena que es un poco mía pero también es un poco de todos los barceloneses, incluida la protagonista de la novela de Mercè Rodoreda. Seguramente no hubiera ido nunca, ni aunque se hubiera mantenido en pie durante 100 años más, pero ha sido una sensación triste. Supongo que es ley de vida, que los escenarios de nuestra infancia vayan desapareciendo y den paso a nuevos espacios que ya no nos pertenecen...

Como siempre, me ha quedado un final con nostalgia, parece que solo me insipiro cuando me entra la pena. En fin..

Fuente de la imagen 1 y 2: http://barcelofilia.blogspot.com.es
Fuente de la imagen 3: http://premsa.bcn.cat