lunes, 19 de mayo de 2014

CUARENTA AÑOS DEL CUBO DE RUBIK

No sé cuántos años debía tener, pero creo que ocho o nueve. Igual que pasaba con todos los juegos que se ponían de moda (y todos caíamos como si no hubiera mañana), el cubo Rubik irrumpió en nuestras vidas con una fuerza atronadora. Todos los niños y niñas iban de pronto por la calle moviendo con más o menos destreza el dichoso artefacto de colores intentando solucionar el problema matemático más famoso que conozco.

Igual que con los yo-yo, las peonzas, los aros hula-hoop y demás cachivaches, el cubo Rubik tenía una versión "casposa", la no oficial, en la que costaba muchísimo mover las piezas. En cambio la original, la que me trajeron los reyes aquel año, venía en una caja de plástico transparente, con todas las etiquetas que garantizaban su autenticidad, y sus piezas se deslizaban como en un engranaje perfecto, con un sonido que todavía hoy, si me concentro un poco, puedo volver a sentir entre mis manos.

Al minuto de tenerlo conmigo ya estaban las caras desmontadas, y pasó por toda la familia en un vano intento de solucionarlo: tanto mi padre como mis tíos y abuelos, mis primos me arrebataban el cubo de las manos con un "quita, quita, que tú no sabes" y me lo iban devolviendo uno por uno con el mismo resultado que yo había obtenido. El más espabilado -mi padre- consiguió hacer una cara y algo más de otra pero no se acercó ni por asomo a la solución final.

Por la tarde del día de Reyes fuimos a pasear un poco. Como era natural, yo me llevé el cubo conmigo mientras intentaba con poca destreza combinar los cuadrados correctamente. En un momento del paseo nos cruzamos con un chico que debía de tener mi edad y que me pregunto si quería que me lo resolviera. Le alargué el cubo y ante nuestro asombro no tardó ni dos minutos en devolvérmelo con todas las caras perfectamente alineadas. Le miré con admiración y le di las gracias casi sin voz, mientras mi padre se tragaba la humillación de verse superado por un mocoso de pocos años.

Al dia siguiente vino a casa con el librillo de soluciones. Mi padre nunca ha sido de hacer trampas - de hecho siempre que he sido yo la tramposa hemos acabado con una pelea monumental- así que no entendía demasiado bien como alguien a quien yo tenía por la persona más íntegra del planeta se podía haber comprado el libro para solucionar el problema matemático del momento. En seguida que tuve el cuadernillo en mis manos lo comprendí: era la solución, es cierto, pero no era ni mucho menos sencilla. Daba las pautas básicas para resolver aquel endiablado acertijo pero todavía tardamos un par de semanas en completar las seis caras del dado. Al cabo de un tiempo, como todo, acabó en un cajón olvidado.

Añós después, cuando mi hermano debía tener cinco o seis años, reapareció de entre los juguetes olvidados; lo traía entre las manos con una cara completada, y cuando me lo alargó para que viera cómo había conseguido montar un recuadro entero mi padre y yo no dábamos crédito a tremenda hazaña. Con lo que nos había costado a nosotros, y ahora un renacuajo tan pequeño estaba consiguiendo, sin ninguna ayuda exterior, encontrar la solución a un problema tan complejo. Cuando volvió con la segunda cara completada al cabo de un rato empecé a sospechar. Le felicitamos pero le seguí a escondidas hasta la habitación. Y allí estaba el "genio" de la familia, despegando las etiquetas de colores de cada recuadro para solucionar por la vía rápida lo que no habíamos conseguido solucionar el resto de la familia con honestidad. Tengo que decir que mi hermano siempre ha sido un "crack". Cuando tenía cuatro años mi madre encontró un burruñito en unos tejanos: era un comodín que se había "afanado" durante una partida de cartas y después dejó olvidados en el pantalón, ella no revisó los bolsillos y lo metió todo en la lavadora. Lo que digo, un "crack".

Hoy el cubo Rubik cumple 40 años. Ha sido maravilloso recordar el "crec-crec" de las piezas y todos los buenos ratos que pasamos con él entre las manos. Felicidades a Rubik porque consiguió que millones de niños y niñas pasáramos momentos divertidos con las matemáticas. Y no todo el mundo puede decirlo.

Fuente de la imagen: http://www.taringa.net

jueves, 8 de mayo de 2014

EL PROFESOR JAUME

A veces uno se pregunta por qué es como es, piensa lo que piensa y siente lo que siente. Es complicado saber a ciencia cierta qué nos ha influido en la vida para que hoy seamos los adultos que somos: el tipo de educación recibida por los padres, el puesto que ocupas entre los hermanos, la ciudad, el barrio, el país, la época que te toca vivir... todo son condicionantes que nos van moldeando en mayor o menor manera para convertirnos en personas.

Hoy he visto de lejos a mi profesor Jaume. Él no me ha reconocido -seguro que ha tenido miles de alumnos antes y después de que yo pasara por su aula-  pero él para mí si fue importante. Muy importante. Decisivo, diría yo. Soy de la opinión que algunos niños tenemos la suerte de toparnos con personajes que un día deciden dedicarse a la docencia y con ello marcan la vida de todos los que se cruzan en su camino. Hay profesores malos, profesores mediocres, buenos profesores y estos profesores, los que se escriben con mayúsculas. Enseñar es relativamente fácil (lo digo con todo el respeto hacia la profesión de docente) pero despertar el gusanillo de la curiosidad, cultivar la duda y el razonamiento y ofrecer elementos para tener criterio propio son palabras mayores.

El profesor Jaume daba clase de historia en una escuela concertada y mediocre de mi barrio. Siempre acompañado de sus dos cajetillas de cigarrillos (una de tabaco rubio y otra de tabaco negro) y su cenicero dorado, aparecía en clase como si llevara prisa, nunca se quedaba quieto. La mayoría de los días su primera consigna era "No quiero ver ni un solo papel sobre las mesas, ni un solo bolígrafo en las manos" y se dedicaba a pasear por entre las dos filas de pupitres con tanta insistencia que a veces temía que fuera a hacer un surco en el suelo con sus pasos.

Hablaba sobre literatura, sobre historia del arte, sobre la revolución francesa, sobre el comunismo y el nacismo, sobre versos de Machado, sobre lucha de clases o sobre romanos y griegos, pero siempre nos dejaba con aquella sensación de que queríamos saber más. Cuando además de darnos clase de historia empezó a darnos clase de lengua y literatura y de dibujo aprendimos más de estas tres asignaturas que en toda nuestra vida. Nunca los conceptos estuvieron tan bien conectados entre sí; nunca habíamos entendido tan claramente las relaciones entre los aspectos sociales, geográficos, las manifestaciones artísticas, la religión y la política.

En clase de lengua, nos hacía salir al menos una vez al mes ante toda la clase para que habláramos durante un minuto entero sobre un tema determinado. No importaba qué decíamos, lo importante era que habláramos del tema y no nos quedáramos callados; yo le admiraba tanto que me pasaba el mes esperando a que me tocara el turno y el día que me hacía salir estaba tan nerviosa que no decía ni tres frases seguidas. También recuerdo que analizábamos el significado de algunos poemas y nos hacía reinterpretarlos con nuestro propio vocabulario. Nos recomendaba películas, exposiciones, obras de teatro, libros, y nos premiaba poniéndonos un positivo cada vez que realizábamos alguna de las actividades propuestas.

De mayor he comprendido que mi bagaje cultural está directamente relacionado con todas esas recomendaciones, con la manera de aprender entre nosotros con algo más que los libros de texto. Estaba creando futuros ciudadanos responsables, que no se dejaran influenciar fácilmente por la primera letra impresa que vieran, ni por la primera opinión que escucharan a un ilustrado en una conferencia. Eso es docencia, eso es aprendizaje, eso es educación.

Hoy lo he visto mayor. Hace tiempo que sé que dejó la escuela mediocre para empezar a dar clase de historia en un instituto de secundaria. No tengo ni idea de si es feliz, ni si sus alumnos han aprendido a valorarlo como yo lo hice. Lo que sí tengo claro es que cada vez que demuestro mis conocimientos, sea de la manera que sea, estoy rindiendo homenaje a él en particular y a este tipo de profesores en general. La lástima es que no es fácil cruzarse en el camino de estos personajes y no todo el mundo tiene la suerte de erizarse el vello cada vez que contempla una obra de arte mientras recuerda aquellas clases de EGB que todavía olían a tabaco.

Fuente de la imagen 1: http://www.diariodemallorca.es
Fuente de la imagen 2: http://eramquodeserisquodsum.blogspot.com.es/

jueves, 1 de mayo de 2014

PATINANDO SOBRE HIELO

Hoy he vuelto a llevar a mis hijos a patinar sobre hielo. Bueno, si soy honesta debería decir que he ido a patinar sobre hielo y mis hijos han venido conmigo, un poco por diversión, un poco por obligación. Siempre me ha encantado la sensación de libertad que produce dejar que los pies se deslicen suavemente sobre la superficie helada, es algo parecido a volar sin perder el contacto con el suelo.

Hacía muchos años que no patinaba sobre hielo hasta que hace cosa de un mes volví a la pista del FC Barcelona con la intención de pasar un rato haciendo deporte en familia pero también para desenterrar viejos recuerdos. En mi primera adolescencia era muy habitual pasar las tardes de los fines de semana patinando sobre hielo (no todos los fines de semana porque no es una actividad precisamente barata, pero sí cuando había posibilidad económica de hacerlo). Antes de empezar con las discotecas las pandillas nos divertíamos intentando mantener el equilibrio de manera lo más digna posible sobre unas cuchillas afiladas que nos ayudaban a deslizarnos sobre aquella preciosa superficie.



Era una afición que estaba muy bien vista por los padres (que accedían  a soltarnos el dinero sin rechistar, al contrario que pasaría un poco después, cuando la actividad pasaba a ser más "bailonga" y menos deportista) y además permitía tener los primeros escarceos con la persona que nos gustaba cuando, con el corazón acelerado, el chico que te gustaba de la pandilla te ofrecía la mano para patinar junto a él. No era necesariamente una declaración de amor en toda regla, pero ya significaba que sentía algo especial por ti.

Yo, que siempre he sido un poco neurótica, no sabía si apretar la mano (por si parecía que demostraba demasiado interés) o dejarla un poco más suelta, como despreocupada, de chica liberal que no necesita a nadie. Lo que sí recuerdo es que la mano me empezaba a sudar de los nervios y agradecía tremendamente que fuera obligatorio el uso de guantes. Después de unas cuantas vueltas, si todo había ido bien, el chico te decía si querías descansar, y ese era el momento propicio para el acercamiento: algún tímido beso, una media sonrisa, o una declaración de intenciones que dejaba claro que ahí había algo más que un par de vueltas sobre el hielo. Aquel momento en las gradas, con las cuchillas apoyadas en la goma de las escaleras y tu chico preferido rozando tu mano era casi celestial. Recuerdo el olor del hielo y esa temperatura necesaria para que que no se convirtiera en agua que, con un poco de velocidad por el patinaje, otro poco por el calor de esfuerzo y un mucho por la emoción del momento, hacía que salieras de la pista de hielo con las mejillas como rosetas.

Hoy ha sido todo diferente, claro está, pero he podido comprobar que la pista de hielo todavía huele así, a primer beso, a ese momento en que te sientes especial por primera vez mientras por los altavoces suena Cyndi Lauper.



Fuente de la imagen 1: http://compartimosunbrunch.com/
Fuente de la imagen 2: http://www.fcbarcelona.es/