viernes, 28 de junio de 2013

NEGRO SOBRE BLANCO

Una tarde de invierno, mientras mi padre repasaba el periódico bajo la luz de la lámpara más "kitsch" que he visto en mi vida, yo hacía los deberes en la mesa de centro cuando de pronto me asaltó una duda: entre las palabras con las que estaba trabajando había una que no entendía y cuando le pregunté a mi padre me respondió que utilizara el diccionario.

Como casi todas las familias de este país en los años setenta teníamos dos diccionarios de uso habitual (otra cosa eran las enciclopedias, en mi casa numerosísimas, que mis padres atesoraban como si fuera la herencia más importante que pudieran legarnos a mí primero y a mi hermano después): Iter Sopena (vale la pena tener un Sopena, como rezaba la portada) y Rancés, algo menos manejable pero también más completo. Cogí el Rancés, lo recuerdo perfectamente por el color marrón de sus tapas duras, y me puse a buscar la palabra no sin cierta dificultad puesto que todavía no dominaba ni el abecedario ni el método de búsqueda del diccionario. Encontré la palabra en cuestión, no consigo recordar cuál era, pero sí la maravillosa sensación de magia que sentí al darme cuenta de que podía leer el texto mentalmente sin que tuviera que pronunciarlo. Aquel "insight" era un descubrimiento fascinante porque hasta entonces cada vez que leía algo lo hacía en voz alta. Cuando mi abuela, harta de escucharme contar al viento los mismos cuentos y las mismas historias me decía "Lee para ti", yo no atinaba a comprender qué quería que hiciera, si ya leía para mí (y para quien quisiera escucharme). Pasé el resto de la tarde-noche contándole a mis padres que podía "leer pensando" sin necesidad de decir la palabra en voz alta porque estaba convencida de que aquel don sólo lo tenía yo, y si lo compartía con los demás seguro que aquel descubrimiento les cambiaba la vida también a ellos.




Lo cierto es que aquel nuevo sistema de lectura me permitía interiorizar mucho mejor lo que se posaba ante mis ojos, podía ir muchísimo más rápido leyendo y entender mucho mejor el significado de las frases. Fue algo decisivo, creo que aquel día me convertí en lectora empedernida para siempre porque comprendí el significado de aquel acto como algo que podía transportarme a lugares maravillosos, a situaciones que no tenía por qué vivir en la vida real para sentirlas mías. Hasta aquel momento no había captado la grandeza del acto de leer pero aquel día comprendí de una vez por todas que lo nuestro (lo mío con las letras escritas) iba a ser algo más que una bonita amistad.

Fuente de imagen 1: http://bibliotecapvespucio.blogspot.com.es
Fuente de imagen 2: http://www.cuandoerachamo.com

martes, 25 de junio de 2013

A VUELTAS CON LA FAUNA

En casa de mis padres hay una bonita terraza, como ya he contado en otras entradas en este mismo blog, lo que provocó que yo aprendiera a convivir desde muy pequeña con alguna fauna no demasiado habitual en un piso de ciudad: recuerdo que nos frecuentaban unos gusanos negros y brillantes que cuando se pisaban crujían con un sonido espeluznante y que soltaban un líquido amarillo que olía repulsivo (he descubierto que se llaman milpiés negro y me parece igual de repugnante en fotografía que cuando los sufría en directo durante mi infancia). También había lagartijas, tijeretas y muchas hormigas. A estas últimas me encantaba mirarlas desplazándose en procesión cuando nos dejábamos algún resto de comida en el suelo y ellas se encargaban de hacerlo desaparecer en poco tiempo en su escondrijo. Mi abuela, que nunca tuvo un espíritu muy animalista, salía a menudo pertrechada con el "matabichos" y acababa en pocos minutos con toda la colonia.

Aquella masacre acababa siempre en un drama porque yo me compadecía de los pobres animales, de sus madres que quedaban solas en casa esperando a que llegaran sus hijas moribundas (siempre he tenido una capacidad tremenda para imaginar tragedias, podría haber sido guionista de culebrones sin duda) y mi abuela acababa siempre la discusión con su practicidad de campo "A ver si vamos a dejar que se nos coman las hormigas porque a ti te den pena". Evidentemente, tenía parte de razón pero a mí me seguían encogiendo el corazón aquellos cadáveres esparcidos por el suelo de la terraza.

Claro está, hablamos de unos bichos muy pequeños, propios de una casa situada en una ciudad como Barcelona, que viven completamente adaptados a las rendijas pequeñas de los alféizares, a armarios de cocina y otros espacios diminutos. Pero casi a las afueras de Barcelona, en el extremo donde la ciudad se diluye por la Diagonal, hay un parque rosaleda llamado Jardines de Cervantes (casi enfrente del desaparecido Canódromo Diagonal). Algunos domingos era destino de nuestros paseos matutinos y mis padres me llevaban a ver flores y oxigenarnos un poco. De ida, casi siempre nos desplazábamos en metro hasta la Zona Universitaria y de vuelta, dado con que no había mucho camino hasta casa, volvíamos caminando. Precisamente en uno de estos retornos a pie me di cuenta que las hormigas de la terraza de mi casa no eran nada comparadas con los especímenes más campestres de aquella zona de la ciudad. Cuando pude comprobar que la cabeza de una de aquellas hormigas era más o menos de la misma medida que mi uña por poco me desmayo. Empecé a imaginar cientos de ellas subiendo por mis piernas hasta llegar a mi cara, mis brazos,... entrando por mi ropa y mis zapatos y empecé a sentir un pánico irrefrenable. No quería seguir compartiendo espacio con semejantes monstruos, quería volver al asfalto, a la comodidad del metro, del autobús, donde ningún bicho desagradable podía atentar contra mi integridad física. Pero mis padres eran (y son todavía) personas de costumbres y si siempre volvíamos andando a casa aquel día no iba a ser diferente por la manía de la niña. Así que me pasé todo el camino hasta llegar a casa yendo de puntillas para evitar que las hormigas subieran por mis piernas (si hubiera visto ya entonces "Cuando ruge la marabunta" hubiera sabido que aquello no servía de nada, pero por suerte no era así) mientras mis padres me querían obligar a que apoyara los pies por completo en el suelo. Fue un viaje memorable y al día siguiente aún más porque la sobrecarga muscular del camino hecho de puntillas me hizo padecer unas agujetas de campeonato.



Al llegar a casa volví a mirar de nuevo a mis amigas las hormigas urbanitas dejaron de parecerme tiernas y adorables. No me dio por realizar ningún holocausto pero nunca más derramé una sola lágrima cuando mi abuela salía a la terraza con el antihormigas en la mano. Hay experiencias que a una le marcan para siempre, y entre las mariposas de los gusanos de seda, las hormigas y gusanos creo que quedé más que servida para no volver a querer tener contacto con algunos especímenes que nos rodean. Cada uno en su casa, y Raid en la de todos.

Fuente de imagen 1: http://barcelonatour.es
Fuente de imagen 2: http://diariodeunhormiguero.blogspot.com.es